¿Dónde vivirán nuestros hijos?

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Un bloque de pisos en el barrio de Les Corts, en Barcelona.

Da la sensación de que no acabamos de ser conscientes de los efectos devastadores que tiene para nuestra sociedad el desmedido precio de la vivienda en Cataluña, tanto para el presente como para el futuro. Y si hablamos de la ciudad de Barcelona, ​​la realidad es aún más cruda: la media del precio de alquiler es de 1.193 euros al mes (1.350 euros en el barrio del Eixample), lo que marca récords nunca vistos. En el pico de la burbuja inmobiliaria que hizo estallar la larguísima crisis del año 2008, el alquiler tocó máximos con 833 euros al mes y bajó hasta los 670 euros hace diez años, cuando los efectos de aquella crisis habían dejado el mercado de trabajo arrasado. Con el paréntesis de la pandemia, los precios no han dejado de crecer y en los dos últimos años lo han hecho a un ritmo del 10% anual. Quizás las cifras cansen, pero sirven para explicar una realidad insostenible. Hoy, en Barcelona, ​​el precio medio del alquiler supera el salario mínimo, que este año es de 1.134 euros.

Los precios de la vivienda se han convertido en una barrera casi infranqueable para muchas personas jóvenes, que se ven imposibilitadas para emanciparse y empezar una vida independiente, lo que tiene un impacto directo en nuestro modelo de sociedad. Por término medio, los jóvenes catalanes no se emancipan hasta después de los 30 años, una cifra muy lejana a la de la mayoría de países de nuestro entorno. La combinación de precios desorbitados de la vivienda, tanto de alquiler como de propiedad, y un mercado inmobiliario profundamente especulativo, agravado por la presión del turismo en algunas ciudades, ha generado una situación insostenible para muchos catalanes. Esta crisis se ha convertido en una preocupación social de primer orden que, lejos de solucionarse, se agrava con el paso del tiempo, y más aún en la Cataluña de los 8 millones, que provoca aún más tensiones en el mercado inmobiliario y en los servicios públicos en general.

Ante una situación de emergencia, es fácil pensar que es necesario tomar medidas rápidas y sencillas. Sin embargo, las políticas de vivienda son extremadamente complejas y requieren de una planificación a largo plazo, empezando por la generación de suelo por parte de los ayuntamientos –con unas tramitaciones administrativas que se cuentan por años– y con una inversión considerable de recursos. En la medida en que se asuma que la vivienda es un derecho, que ya se ha visto que el libre mercado ha sido incapaz de garantizar, se justifica que sean los poderes públicos quienes tomen la iniciativa. En los últimos años se han tomado diversas iniciativas desde el Gobierno de la Generalidad y se ha roto la tendencia por hacer crecer el parque de vivienda social, que hoy es del 2%, cuando la media europea es del 15%. Se ha intentado poner topes en los precios del alquiler o se ha querido limitar el abuso de los alquileres de temporada, en este caso sin éxito, como se vio la semana pasada en el Congreso de los Diputados.

Ninguna de estas medidas por sí misma revertirá la situación. Sin políticas integrales que ofrezcan seguridad tanto a los propietarios como a los inquilinos será difícil obtener resultados tangibles. A corto plazo se pueden poner parches, pero la solución a largo plazo para bajar los precios es aumentar significativamente la oferta. Se estima que en Cataluña hay una carencia de 200.000 viviendas, especialmente en las áreas metropolitanas, que concentran también la mayor parte de la actividad económica y, por tanto, de puestos de trabajo. Una parte de las viviendas que faltan puede obtenerse de la rehabilitación y grabar aquellas que estén en desuso, pero el grueso de la solución debe provenir de la construcción de nuevas viviendas, y así lo ha reconocido recientemente el presidente de la Generalitat, Salvador Isla.

Sólo con el incremento de la oferta puede impactarse de forma real en los precios. Y es positivo realizar un diagnóstico correcto y realista para encarar una solución que requiere, como mínimo, unas décadas de trabajo intenso. Pero aclarado el qué y el cuándo, falta saber el quién y el cómo. Falta saber responder quién construirá estas viviendas y dónde, cómo se pagan los miles de millones que cuestan o qué papel jugarán esta vez las entidades financieras para ayudar al sector público y también a los ciudadanos.

¿Dónde vivirán nuestros hijos e hijas? La vivienda es uno de los pilares del estado del bienestar que sustenta nuestra sociedad, pero las grietas de este modelo son cada vez más visibles. Uno de los síntomas que pueden hacer pensar en el colapso del sistema es el debilitamiento de lo que durante décadas hemos definido como clase media. Ya no es evidente que los hijos vivirán mejor que sus padres, y las dificultades para acceder a una vivienda son un claro ejemplo de ello.

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