En sus 150 años de historia, el catalanismo político ha pasado por situaciones difíciles y sus dirigentes no siempre han sabido dar la respuesta más adecuada. A menudo, las divergencias entre los sectores “puristas” y los “pragmáticos” comportaron retrocesos importantes. Repasar algunos momentos del pasado puede resultarnos útil para tomar las decisiones del presente.
En 1931 algunos nacionalistas criticaron a Francesc Macià porque la declaración soberanista del 14 de abril no había conducido a la formación de una república catalana. El joven Jaume Miravitlles publicó el panfleto Ha traït Macià?, y otros lo lamentaron en libros como Catalunya, poble dissortat. Estos sectores no tenían en cuenta que entonces ni el propio partido de Macià, Esquerra Republicana, era independentista, ni menos aún lo era la sociedad catalana. Además, la mayoría de los republicanos no creía conveniente debilitar a la joven república con un contencioso entre los nuevos gobiernos de Madrid y de Barcelona, y se dio prioridad a estabilizar el nuevo régimen y consolidar la Generalitat, el primer gobierno catalán desde 1714, que no era poco.
El 6 de octubre de 1934, Lluís Companys hizo una nueva declaración soberanista ante la formación de un gobierno español lleno de ministros escasamente republicanos. Lo hizo animado por el socialista Largo Caballero, que le aseguró que ese acto tendría el apoyo de una huelga general en toda España, y por el conseller de Gobernación, Josep Dencàs, que sostenía que con sus “guerrillas” controlaría la situación en Catalunya. Aquello fue un desastre. Fracasó la huelga general –excepto Asturias–, las guerrillas no controlaron nada y, encima, Dencàs huyó por las cloacas sin asumir sus responsabilidades, como sí hizo el resto del gobierno de la Generalitat, que fue encarcelado, juzgado y condenado. El estatuto fue suspendido y la Generalitat intervenida por el gobierno de Madrid hasta la victoria electoral de las izquierdas de febrero de 1936.
En 2010, la sentencia del Tribunal Constitucional que desnaturalizó el Estatuto catalán aprobado cuatro años antes dio paso a un proceso político donde se pasó rápidamente de pedir el pacto fiscal a la opción soberanista y, finalmente, a la independentista. Las grandes movilizaciones populares y la negativa del gobierno español a cualquier negociación aceleraron el proceso hasta la votación del 1 de octubre de 2017, lo que significó un gran triunfo independentista. Este éxito encandiló a sus dirigentes, que creyeron tener una fuerza muy superior a la real y despreciaron la posible reacción del adversario, el gobierno español. La declaración de independencia, sin ningún apoyo exterior y sin saber qué hacer al día siguiente, fue un error por el que se pagó un precio muy alto (encarcelamientos, condenas judiciales, exilios...). Y posteriormente, el no saber encontrar una alternativa clara, y las constantes tensiones dentro del independentismo, han tenido un coste político considerable: la pérdida de votos ha permitido que hoy los socialistas gobiernen la Generalitat, el Ayuntamiento de Barcelona, las principales diputaciones y ayuntamientos...
Es indudable que el Procés ha entrado en una nueva etapa. La oferta hecha por el gobierno español de Sánchez y por el nuevo gobierno catalán de Illa de ir hacia "un concierto económico solidario" no se puede despreciar. Poseer el control de la fiscalidad, es decir, recaudar el dinero y distribuirlo, es tener poder político y ampliar los recursos de la Generalitat. Nunca un gobierno español había hecho una oferta similar al catalanismo.
¿Nos encontramos ante un nuevo engaño? ¿Se podrá vencer a la oposición enconada de los sectores más centralistas de España, que pondrán todo tipo de obstáculos políticos y dificultades legales y técnicas? Pero, ¿quién podía pensar hace tan solo tres años que el gobierno Sánchez daría luz verde a una ley de indultos políticos y después a la de amnistía? Y, además, ¿qué otras alternativas hay? Los equilibrios políticos son hoy complejos y llevan hacia el pacto: tanto el gobierno de Sánchez como el de Illa dependen de aliados parlamentarios, entre los que los independentistas catalanes juegan un papel decisivo. Volvamos atrás: en agosto de 1930, el pacto de San Sebastián entre los republicanos y socialistas españoles y los catalanistas de izquierdas hizo posible que ocho meses después se formara un gobierno catalán. Pienso que hoy no se pueden desaprovechar las oportunidades, por difíciles que se presenten. Encerrarse en la pureza y rechazar propuestas que pueden reforzar de forma cualitativa el autogobierno catalán y mejorar las condiciones de vida de los catalanes es un lujo que nuestra sociedad no puede permitirse.