Doctor, ¿qué le ocurre al catalán?
Un informe del flamante Departamento de Política Lingüística hecho público por el Govern, constata, como un informe médico, que el uso social del catalán ha pasado entre 2003 y 2018 del 49% al 41%, explica esta situación preocupante –que no apocalíptica– porque en escenarios plurilingües los usos se decantan progresivamente hacia la lengua más poderosa. En nuestro país esto es una realidad muy elocuente, vista la preponderancia del castellano, en gran parte debido al fenómeno migratorio, aunque no se pueda menospreciar el número de hablantes no nativos. Sin embargo, no hace falta decir que la situación en el Principado es comparativamente mejor que en otras zonas del dominio lingüístico porque el conocimiento, uso y adhesión a la lengua son mayores y la protección legal y las políticas de fomento, más vigorosas.
La situación general no es buena. Pero éste no es un problema matemático o físico que tenga una solución unívoca. No quiero decir con ello que sea un problema insoluble y que el declive sea algo inexorable. Quiero decir que, como bien propone el Gobierno, el incremento del conocimiento y del uso social de la lengua dependerá de si nosotros mismos somos capaces de revertir algunas actitudes y de implantar algunos hábitos como, por ejemplo, no cambiar de lengua de entrada, el de dirigirnos a los demás en castellano por defecto, o incluso que los puristas dejen de canonizar determinadas formas y no estigmaticen el catalán de jóvenes como Mushkaa.
El documento del Gobierno, sin mencionar el Pacto Nacional, que debe firmarse en noviembre, admite que esto sólo será posible si somos capaces, en este sentido, de construir amplios consensos sociales al margen de las contingencias ideológicas. Como ocurrió en pleno tardofranquismo, en la Assemblea de Catalunya, una muestra de catalanismo popular y de antifranquismo hegemonizada por comunistas y socialistas, que impulsó la oficialización del catalán (Rafael Ribó). O con la aprobación de la ley de normalización lingüística de 1983, en la que fueron decisivos socialistas como Pepe González o Marta Mata. Incluso con la aprobación de la menos pacífica ley de política lingüística de 1998, y, por supuesto, con el acuerdo ecuménico de 2022 sobre el nuevo marco lingüístico en la escuela, para parar los pies al fanatismo desatado por el TSJC con el 25% de castellano.
Ahora bien, uno de los grandes problemas de fondo, en mi opinión, es la persistente concepción supremacista y castellanizadora que persiste en España, un hecho constitutivo e idiosincrático de la piel de toro teorizado por el propio Ortega y Gasset. La necesidad de vertebrar a la nación española, también por la vía lingüística, está en la base del inmenso edificio de incomprensión hacia la diversidad lingüística. La idea que subyace en esta concepción no es el número de hablantes o la proyección global de una lengua. En esto el castellano es invencible. Visto desde un campanario, la cosa es que para que una lengua sea nacional no puede tener carácter local. Y esto es lo que hace que las lenguas regionales sean vistas como algo empapado de un componente identitario, rancio y ramplón. No lo digo yo, lo dice el célebre manifiesto por la lengua común avalado por los Vargas Llosa y compañía.
Ni que decir tiene que éste también es un tema que reclama sensibilidad y equilibrio, en este caso entre culturas hegemónicas y minorizadas en el Estado. De entrada, los padres de la Constitución de 1978, siguiendo la estela de la de 1931, instituyeron un modelo lingüístico que sólo menciona el castellano, que es de obligado conocimiento y oficial en todas partes. No se les ocurrió hacer como en Quebec o en las esquinas suizas, donde se puede utilizar cualquier lengua oficial, por supuesto en las instituciones que son comunes. Quiero decir que el hecho de que el catalán sea una lengua con una notable demografía (más de 10 millones de hablantes) y cuente con una amplia producción cultural y comunicativa debe llevar a cambios estructurales para que el Estado se reconozca de una vez por todas como plurilingüe. No bastan medidas ejecutivas como el formato bilingüe del documento de identidad o el permiso de conducir. Es necesario que el plurilingüismo se normalice en los tribunales y en la Administración del Estado, como reclama el Comité de Ministros del Consejo de Europa en las sucesivas rondas de monitorización de la Carta Europea de Lenguas Regionales y Minoritarias.
Ciertamente, en este contexto toman especial valor algunos acuerdos políticos recientemente orientados a la garantía del plurilingüismo, como la reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados, que ha permitido utilizar cualquiera de las lenguas oficiales, o el compromiso de favorecer la presencia de todas las lenguas oficiales en la UE, donde son oficiales otras lenguas menos habladas como el danés, el gaélico (irlandés), el croata, el esloveno, el maltés, el lituano, el letón o el estonio. Pero todo esto sería más fácil y más sostenible si antes damos pasos dentro a favor del reconocimiento político, institucional y legal del plurilingüismo.