Las mentiras sobre la agricultura

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Una imagen de archivo una explotación ganadera catalana

Daniel Innerarity sostiene que la principal amenaza para la democracia no son la violencia, ni la corrupción, ni la ineficiencia, sino la simplicidad. Vivimos una realidad compleja que, sin embargo, desde entornos identificados como populistas, se interpreta y se explica de forma simple, de forma lineal. Este acercamiento mecánico a la realidad les impide interpretar correctamente los actuales desequilibrios medioambientales en toda su complejidad. Así, para defenderse de los miedos que generan el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, se apuesta por lo más fácil: idealizar los equilibrios naturales y buscar al culpable. Y lo encuentran señalando la agricultura y el agricultor como causa del deterioro medioambiental. Llevar el plato del campo a la mesa no es una tarea que se pueda hacer con guantes de seda. Forzosamente, debe intervenirse en las dinámicas naturales. Pero, desde la utopía, esta dependencia puede obviarse.

Así, desde el populismo, se ha dibujado un mundo ideal o paradigma de la bondad donde existen solo pequeñas explotaciones, normalmente inviables, donde trabajan campesinos heroicos, destinando sobreesfuerzos y la vida entera, en el seno de un marco bucólico que supuestamente lo justifica. En este modelo agroalimentario ideal no cabe la gestión forestal, los invernaderos, el regadío, la ganadería intensiva, las granjas (a las que llamamos macrogranjas), la producción cárnica, las industrias agroalimentarias, Mercabarna, las grandes distribuidoras de alimentos, la exportación de alimentos. El mundo agroalimentario se divide así en buenos y malos. Mientras, una serie de desinformaciones acaban alimentando el rechazo a una serie de conceptos y realidades consideradas fuera del modelo.

Tal y como dice Alexis de Tocqueville: "Una idea falsa, pero clara y precisa, tendrá más poder en el mundo que una idea verdadera y compleja". Desde la ingenuidad o la incultura, las posiciones idealistas han ocupado un espacio notable y han influido de forma significativa en redefinir el imaginario colectivo. Es decir, el espacio donde se encuentran las ideas comúnmente aceptadas. O, dicho de otra forma, el espacio políticamente correcto, el de la buena imagen. En este espacio se sitúa su zona de confort. Transitar dentro de ese espacio cultural garantiza la aceptación social. Por el contrario, salir de él hace que la persona pueda ser considerada extraña. Ya nos lo explica Salvador Espriu en su Ensayo de cántico en el templo.

De forma inconsciente, a menudo tomamos precauciones para no salir de la zona de confort. Yo mismo, hace pocos días, en un artículo tenía que establecer un símil sobre dos hechos opuestos; yo había escrito blanco y negro, pero lo cambié por verde y amarillo, no fuera que se interpretara negro como negativo. Concretando en el ámbito agroalimentario, a menudo hay personas, incluso vinculadas a la ciencia o la divulgación, que evitan que en su discurso aparezcan las palabras prohibidas y se quedan en la zona de confort. Políticos de todo tipo caen en el olvido al hablar de políticas alimentarias reales. Por lo general, muchas de estas personas saben que el modelo eco-estético nos llevaría al hambre o a la precariedad en poco tiempo. Pero callan. Para permanecer en la zona de confort se evita hablar de los temas considerados feos por el imaginario colectivo. Esto refuerza a los promotores de estas ideas simples. Pero la realidad sigue en el mismo sitio, es decir, parcialmente fuera de ese espacio seguro. Así, por permanecer acabamos evitando temas, no respondiendo a preguntas, edulcorando o, incluso, mintiendo.

Una persona informada no puede entender que alguien diga que el regadío es un atentado ecológico, o que cortar árboles del bosque –para muchos usos posibles– sea una agresión a la naturaleza, o que es necesario cerrar todas las granjas intensivas de Catalunya, o que es una barbaridad exportar melocotones. Un campesino tampoco puede entenderlo. Como no lo entiende, le gustará más escuchar a quien le diga que su trabajo es importante –que lo es–. En relación a todo esto, estuve escuchando un discurso político sobre la agricultura. El político fue citando, uno por uno, todos los productos alimenticios. Sin embargo, se olvidó del porcino y las aves, que aportan casi el 60% de la producción de alimentos de Catalunya. También he recibido un buen libro de una buena amiga sobre agricultura y alimentos, pero no se habla de los productos considerados no estéticos, aunque sean los más importantes. Últimamente, se ha puesto de moda escribir libros glosando los valores de paraísos inexistentes y despreciando las formas más reales de producir alimentos.

Sin embargo, por este camino cedemos la realidad a otros. Estos otros pueden decir sin contención alguna cosas de sentido común: que el regadío es imprescindible para podernos alimentar, que la ganadería intensiva ha sostenido un territorio con dificultades como el catalán, que la carne es un potente alimento. Pero también pueden decir que el cambio climático no existe y que la política social es una cosa sin sentido. No es de extrañar que la extrema derecha busque a la conselleria de Agricultura en todas partes donde tiene la posibilidad: le estamos cediendo la realidad del mundo agroalimentario.

Quizás hay que salir de la zona de confort y empezar a decirnos la verdad sobre la realidad agroalimentaria.

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