El paro juvenil es un problema endémico de la economía española. También de la catalana, claro. Es uno de los más elevados de la zona euro. Con la crisis del covid se ha vuelto a disparar, como no podía ser de otro modo: ahora mismo es del 27% entre los 16 y los 29 años, pero del 38% entre los 16 y los 24, cuando el paro global es del 13,9%. Además, venimos de la crisis financiera, que en 2013 ensartó el dato hasta el 50%. El modelo económico del Estado está basado en trabajos de baja calificación, con la construcción y el turismo como grandes motores. Cambiar este paradigma es la única vía para romper una dinámica que no genera estímulos en buena parte de la juventud para lograr un alto nivel formativo y técnico, sea a través de estudios universitarios o de grados de formación profesional. De hecho, donde hay un déficit más evidente es en la formación profesional, que a pesar de los intentos de ligarla a la industria no acaba de funcionar con la calidad y el alcance que sería necesario. El resultado, pues, es que la población juvenil sigue siendo la víctima principal de un sistema que, en conjunto, le da pocas oportunidades laborales y, cuando hay, son de poco nivel salarial. Los bajos sueldos son un drama.
Si a esto le sumamos el gravísimo problema del acceso a la vivienda, con unos precios muy por encima del poder adquisitivo medio juvenil, y una pandemia que ha agravado la sensación de aislamiento y olvido, ya tenemos el problema perfectamente definido: los jóvenes de nuestro país no tienen perspectiva de poderse construir, sobre todo desde el punto de vista económico, una autonomía vital. “No quiero tener que compartir piso hasta los 40”, nos dicen. Y no es solo esto, sino que se sienten expulsados del bienestar y del progreso que sí que pudo lograr la generación de sus padres, a la vez que ven como la crisis climática pone en peligro global la supervivencia planetaria y como la democracia española muestra síntomas claros de degradación de las libertades fundamentales. Todo ello, un panorama que como mínimo hay que calificar de frustrante.
Por eso no nos tendría que extrañar que la desafección política y social de una parte importante de los jóvenes sea hoy un hecho tan visible. En algunos casos les empuja al compromiso cívico, en otros a la reacción visceral no exenta de brotes violentos, y también está la vía de la fuga al extranjero en busca de mejores oportunidades de trabajo y de vida. Estamos, en cualquier caso, ante un problema generacional que está hipotecando no solo a los afectados, sino a todo el conjunto de la sociedad. Si los mejores se van y los que se quedan se instalan mayoritariamente en la desesperanza, cuesta encontrar motivos para el optimismo colectivo de cara a las próximas décadas.
La salida tiene que pasar por trabajar por un aumento de la exigencia y de la calidad del sistema educativo que no olvide la equidad de acceso, y por una ágil reconversión del modelo económico para basarlo, precisamente, en la buena formación. Y todo esto, claro, acompañado de una política de vivienda pública ambiciosa. Hay mucho que hacer. Y es urgente ponerse a ello.