Abandonar el dolor era su única prioridad y el precio, dejar de vivir. El reportero gráfico freelance Kevin Carter, ganador del premio Pulitzer, decidió con treinta y tres años poner punto y final a una historia profesional de éxito, drogas y depresión, un cóctel siempre regado por el bourbon que solía beber con su barbitúrico personal, peor que una némesis : ser el autor de una fotografía icónica que le cambió la vida.
La profunda sequía que sufrió Sudán en 1993 dejó el territorio fuera de los mapas de la comprensión humana. Los campos de refugiados y aldeas olvidadas, con cientos de miles de difuntos vivos, ya eran los campos del horror y el hambre extrema. La muerte se abría paso como una guadaña sin contemplaciones, y en aquel trozo de tierra miserable sin una gota de agua, allí en medio del patio trasero del infierno, repudiado y olvidado incluso por el propio Lucifer, se encontraba el joven reportero gráfico Kevin Carter, con una Nikon FM2, una mochila de mano y su manía insensata.
Él no tomó la foto. La foto le fue entregada por la providencia; escogido por el destino o el azar.
Quince minutos eternos es lo que tardó en tomar la foto, a una distancia cruda de los dos únicos elementos en enfocar con la cámara réflex de 35 mm: un buitre, impávido, voluntariamente quieto, observa lo que se supone que es un niño arrodillado y abatido que no se mueve porque ya no tiene fuerzas, un pedazo de esqueleto infantil que se aferra a la vida por instinto de pervivencia.
Y Kevin hace la maldita foto. Clic.
The New York Times la publicó en portada, y agencias internacionales, como la Associated Press y Reuters, se hicieron eco. El mundo enloqueció. Inmediatamente, un alud de indignación cayó sobre el fotoperiodista. ¿Por qué no intervino de inmediato y apartó el buitre del niño? ¿Cómo tuvo la sangre fría que esperar? ¿La foto es manipulada? ¿Es un montaje? ¿Qué ocurrió con el niño? Incluso alguien preguntó: ¿y con el buitre?
El alud de indignación contra Kevin abrió un debate ético y profundo, y acaloradas discusiones sobre los límites de la profesión y su dimensión humana. También sobre el valor de difundir al mundo ese horror: ¿no es éste el principal deber del periodismo? Facultades de comunicación en pie de guerra, debates televisivos, activistas, políticos... ¡Kevin!, Kevin!, Kevin!... De los campos del horror, poco. Allí permanecen treinta años después.
El merecido premio Pulitzer (otorgado el 12 de abril de 1994) no arregló las cosas. Le sentenció aún más a sufrir el estigma y ser el reverso de la moneda: la imagen también retrató la insensibilidad y la hipocresía colectiva que respondió con violencia verbal y nerviosa contra el mensajero, un joven reportero gráfico de treinta dos años. Carter llevó la letra escarlata hasta que dijo lo suficiente y murió solo, pocos meses después de recibir el premio, sin amigos, repudiado y sin un dólar en el bolsillo.
El fotoperiodismo de guerra es para estómagos bregados. Es el género periodístico más solitario y desagradecido de todos. También es lo más útil y auténtico, porque sus instantáneas dejan las tripas humanas a la intemperie. Sin aditivos. Un clic. Poderoso. Eterno. Humano.
"La fotografía es, ante todo, una manera de mirar. No es la mirada misma", dijo Susan Sontag.
Postdata: sí, el niño se salvó... ese día. Se llamaba Kong Nyong y murió a los 14 años de una gripe. El buitre se marchó despegando para buscar una nueva presa. ¿Cuántos niños murieron por igual sin ningún auxilio ni Nikon que los inmortalizara? Alguien aún puede sospechar que no atacó al Kong precisamente por la presencia de Kevin, atrapado como el buitre en su pulsión.