

Filmin acaba de estrenar Hollywoodgate, lo que será uno de los documentales más destacados de la temporada. Forma parte de la lista preliminar de candidatas a Oscar y tiene todos los ingredientes para llegar mucho más lejos en esta competición. Te deja clavado frente a la pantalla, entre horrorizado y perplejo por lo que estás viendo. En ningún caso es un documental fácil de ver. Es incómodo, pero quieres seguir hasta el final. Es de los mismos productores que Navalny y su director es el periodista egipcio Ibrahim Nash'at. La filmación en cámara subjetiva comienza en agosto del 2021, cuando los estadounidenses abandonan Kabul y los talibanes recuperan su poder en Afganistán. Gracias a sus contactos profesionales, Nash'at consigue un permiso para entrar en el país y acompañar a un comandante de alto grado y un soldado de tierra de los talibanes. Forman parte del destacamento que recupera la antigua base estadounidense en Kabul. Nash'at quiere contar en manos de quién ha quedado Afganistán. El director nos advierte nada más empezar que para conseguirlo ha tenido que aceptar unas condiciones que lo limitan: tiene prohibido filmar a cualquier persona que no forme parte del grupo talibán asignado y debe estar bajo vigilancia constante. Se compromete a grabar sólo las imágenes que los talibanes quieren. Pero hecha la ley, hecha la trampa. La mirada, a pesar de las restricciones, nunca es inocente. Y, pese a las limitaciones, el espectador es libre para interpretarlas. Nash'at expone: "Entre las puertas de lo que ellos querían y lo que yo vine a hacer, déjenme que le muestre lo que yo vi". Y quedará asombrado. Nash'at penetra con los talibanes en la base militar que los estadounidenses dejaron trinchada. El periodista se ajusta al pacto, pero lo que los talibanes no controlan es la imagen que proyectan. Entre lo que ellos creen que muestran y lo que nosotros vemos hay un abismo. Nos encontramos ante un destacamento de unos hombres profundamente ignorantes que lo único que les reviste de poder es su impunidad por matar. Si no fuera tan trágico todo lo que simboliza y comporta su poder, haría reír. Hombres que inspeccionan sin saber qué están mirando, que creen que las rampoines abandonadas por los estadounidenses se convertirán en una fuente de recursos, hombres que deben gestionar dinero y no saben ni multiplicar. La observación de Nash'at está llena de pillería. Graba los silencios, la apatía de un ejército de recogidos, las fantasías bélicas de unos hombres que no tienen ni idea de estrategias militares. El director nos hace testimonios de la teatralidad del poder que ellos mismos representan frente a los demás. Todos parecen interpretar un papel de dominio extremo, pero la mirada distante de la cámara nos pone de manifiesto una escenificación torpe e inoperativa del poder que resulta tan patética como terrorífica. Nash'at abandonó apresuradamente Afganistán cuando le pidieron que enseñara las imágenes que había grabado. Se jugó la vida, como es obvio en algunas secuencias. Su plano subjetivo nos permite ahora meter la nariz donde nunca habríamos podido mirar.