No tardaremos en ver a viejos buscando desesperadamente un camello que les dé el analgésico que les niegan a la farmacia porque el sistema que los controla dice que ya han tomado muchos este mes. Por si no les bastaba con sentirse sobrantes en un sistema que antepone la productividad a todo lo demás, ahora los repiten por todos lados que no es bueno que tomen tantas pastillas, que tienen muchos efectos secundarios. O sea que nada, si tiene dolor soporte con estoicismo judeocristiano; si no puede dormir, hágase una valeriana; si nota el peso pesado de la depresión, dígase tristeza y apúntate a algún taller de cerámica o macramé. Cierto es que el consumo de medicamentos ha aumentado, según las estadísticas, pero las cifras sólo son eso: cifras. ¿Alguien puede creerse que tomamos analgésicos, medicamentos para la tensión o para el colesterol por gusto? ¿Que nos enganchamos al paracetamol como si fuera heroína?
La otra pata de la farmacofobia es la de quienes denuncian que estamos medicando el malestar social. Y claro, es una parte importante de la salud y es evidente que un antidepresivo o un ansiolítico no le solucionan el problema gordo a alguien que vive en la precariedad laboral, que tiene dificultades para encontrar una vivienda o que debe hacer manos y mangas para conseguir que los ingresos le cubran los inflacionados gastos. Ninguna persona en esta situación a quien sus circunstancias le hayan abrumado hasta el punto de afectarle la salud mental cree que la medicación le cambiará la vida, pero paliar los efectos de este dolor socioeconómico es tan importante como tratar los síntomas de una infección o una pierna rota. Las declaraciones de la comisionada de Salud Mental, Belén González, en las que anunciaba un plan de "prescripciones sociales como alternativa" con "deporte en vez de Rubifén, asociaciones feministas en vez de sertralina o un sindicato en vez de lorazepam" son un insulto para los pacientes que padecen TDAH, depresión o ansiedad. Y todavía resultan más ofensivas viniendo de una psiquiatra. Y que se afirme una y otra vez que la pobreza produce trastornos mentales es volver a la clásica estigmatización según la cual hay más locos entre las clases bajas. Cuando se dice que no está bien medicar las condiciones sociales lo que se está diciendo en realidad es que este tipo de sufrimiento es llevadero, no tan importante como el sufrimiento de un dolor físico con causas orgánicas concretas y evidentes. Si no sale a los análisis es que te haces tú sola, son los nervios, que decían antes. Menos mal que no nos dicen histéricas. Quien pide ayuda es porque la necesita y tener problemas de salud mental no es incompatible con una fuerte conciencia social. A un paciente que se encuentra mal qué quieren que le diga su médico: ¿que haga una revolución? ¿Que lo deje todo y se vaya a vivir al bosque?
Hay que recordar que los farmacólogos que nos riñen y alarman para tomar lo que nos han recetado conocen a fondo los medicamentos, pero nunca tratan con pacientes reales. Cuando repiten una y otra vez que “estamos medicando demasiado a los viejos, pobres y mujeres” sus palabras tienen un efecto secundario indeseable mucho peor que los de la sobremedicación: instalar la sospecha y la desconfianza en el núcleo fundamental de cualquier sistema de salud, la relación entre médico y paciente. Si quieren ayudar deberían denunciar la sobresaturación y las listas de espera, que empeoran mucho más la salud que tomarte una píldora para el dolor. Animar a los enfermos a dejar la medicación es una enorme irresponsabilidad que en el fondo lo que está promoviendo es que el propio paciente sea quien tenga que tomar esta decisión sin contar con el criterio del médico que le conoce.