Estamos ya a las puertas de Navidad. Se prepara la fiesta; pero, ¿qué fiesta? ¿Cuál es su sentido entre nosotros? Aparentemente, se anuncia sobre todo la gran fiesta del consumo, eje ahora de nuestra cohesión social y celebraciones. Bienvenida la abundancia y ojalá fuera para todos. Pero más allá de platos tradicionales y regalos diversos, ¿qué nos dice Navidad, a qué celebración se nos invita?
Hay un dato que me ha sorprendido. La Dirección General de Asuntos Religiosos se encarga, desde 2014, de analizar sistemáticamente, a través de su Barómetro, la situación de las creencias religiosas en Cataluña, desde el conocimiento que tiene la población hasta el nivel de práctica y de tolerancia. ¡Magnífica información sobre un aspecto primordial de la sociedad! Pues bien, en el último Barómetro, llevado a cabo el año pasado, existe un conjunto de datos bastante significativos sobre estas cuestiones. El dato que me ha sorprendido, entre otros, es que sólo el 80% de la población de Catalunya sabe correctamente lo que se conmemora en Navidad. Hay entre nosotros personas que proceden de otras culturas y religiones pero no en un porcentaje de un 20%. Según la misma encuesta, sólo el 6,8% declara que su religión es el islam, un 1,3% el judaísmo y un 0,3% el budismo. Menos de un 10% de la población, pues, proviene de religiones distintas al cristianismo. Hay que añadir más de un 26% de ateos y agnósticos; pero una cosa es que no sean creyentes, y otra que desconozcan el significado de esta fiesta; por el contrario, los datos muestran que son personas mejor informadas, en conjunto, que los creyentes.
El Barómetro nos confirma lo que, poco o mucho, todo el mundo constata: Cataluña ha pasado de ser una sociedad monolíticamente católica, en la que la religión marcaba la mayoría de celebraciones y las proveía de su carácter simbólico, a ser una sociedad laica , en la que el catolicismo es todavía la religión más conocida, pero con una práctica que decae a cada generación y un conocimiento que tiende a mermar; entre las personas de 16 a 24 años, ya sólo el 36% se identifican como católicos, mientras que el 39% se declaran ateos o agnósticos. La buena noticia que nos aportan los datos es la de una ancha tolerancia religiosa respecto a otras creencias ahora presentes entre nosotros, como la de los que siguen al islam, o los evangélicos o protestantes, u otros. Y, en este sentido, las nuevas generaciones son mucho más tolerantes y respetuosas que las de mayor edad.
Dicho esto volvemos por un momento a Navidad. Es evidente que su significación religiosa es ya minoritaria en Cataluña. ¿Acabará desapareciendo, pues? No lo creo. El solsticio de invierno, las celebraciones en torno al renacimiento del sol, se han celebrado en muchas sociedades, con ritos diversos, pero casi siempre con dos constantes: la celebración de la naturaleza, del retorno de la luz, de la esperanza de un nuevo crecimiento de los frutos. Y las comidas abundantes; el invierno era siempre duro, un tiempo de hambre para la mayoría, cuando ya quedaba poco de las cosechas anteriores, y antes de emprender esta travesía de hambre y frío era necesario, al menos, tomar fuerzas con algún manjar sustancioso.
Estamos muy lejos de aquellas sociedades. Seguimos celebrando la vuelta de la luz, pero más como un símbolo que como una necesidad, ya no sufrimos restricciones ni horas oscuras. Seguimos teniendo el árbol como imagen de Navidad, una herencia de tradiciones distintas a la católica, con un rito tan bonito y lleno de sentido, entre nosotros, como el tió, una naturaleza a la que castigamos y nos devuelve turrones y dulces. La Iglesia se apropió de la fiesta del solsticio convirtiéndola en Navidad. Pero aportó algo diferente y, desde mi punto de vista, muy valioso: hizo también un momento de celebración del nacimiento, de las criaturas, de las madres, de la ternura y la inocencia. Un día para rehacer los vínculos familiares, de vuelta a casa, introduciendo así un punto de emoción primigenia, que carecían de las celebraciones antiguas, centradas en una trascendencia diferente, la magia ancestral, no la humana del amor que se mantiene.
Y este sentido de Navidad, me parece, es lo que hay que preservar, seamos o no creyentes. Porque en nuestra cultura, que cada día celebra con más deleite el triunfo de los más fuertes, apenas hay lugar para la gente pequeña y la ternura, que se acaban considerando como lo que nunca se acabará, que se nos da porque sí. Como la propia naturaleza. Y cada día comprobamos de forma más clara que la ternura y la inocencia, como la naturaleza, también pueden ser corrompidas y aniquiladas.
Por eso, en el debate de cada año sobre tradición y modernidad, habría que mantener este sentido de respeto por lo que nace, por el humilde, por la luz que surge del encuentro. No sea que, olvidando el sentido religioso, olvidemos también uno de los vínculos humanos más valiosos.