En uno artículo del pasado mayo en este diario elAlba Castellví nos explicaba que uno de los problemas de base del nivel de comprensión lectora de los alumnos es que hay maestros a los que no les gusta leer. Haber tenido profesores y maestros que nos transmitían su amor por la lectura fue, pues, una suerte. Yo no sería quien soy si no hubiera podido compartir mi pasión por los libros con algunos de ellos. Los que hemos tenido esta experiencia hemos vivido pensando que esto era así en todas partes y que lo sería para siempre, que la vocación docente y el amor a la literatura van de la mano. De hecho, la comprensión lectora es la base de la comprensión del mundo, aún más en una cultura que no es una cultura oral. Pero tal y como explicaba Castellví, no se puede dar por sentado que los futuros maestros sean lectores ni que entiendan la importancia de este pilar fundamental del conocimiento y la construcción del individuo en una sociedad abierta y democrática. Ahora bien, ¿qué ocurre con los centros? ¿Qué actitud tienen respecto a la lectura y qué importancia le dan?
Pues en eso tampoco podemos dar las cosas por hechas, porque existen diferencias sustanciales según sea el centro. Algunos lo tienen claro y fomentan el crecimiento lector desde la educación infantil, y todo lo que se hace está pensado para desarrollar estas capacidades, pero otros no sólo no priorizan la lectura sino que en las formas transmiten un desprecio absoluto hacia la literatura. Y claro, si la escuela o el instituto no la valoran, ¿por qué deberían hacerlo los alumnos?
Uno de los problemas más graves son las lecturas obligatorias. Salvo el bachillerato, donde la prescripción viene dada por el departamento de Educación y suele haber clásicos de la literatura cuya calidad está sobradamente demostrada, en el resto de etapas es un sálvese quien pueda que puede traducirse en las peores atrocidades. Es el maestro o profesor quien elige los libros para leer y, por supuesto, si él mismo no disfruta leyendo es bastante probable que no pueda recetar volúmenes estimulantes que cultiven en los estudiantes la pasión por las historias impresas. En otros casos no es la falta de voluntad lo que impide al maestro ocuparse de hacer una buena elección, sino que el sistema le tiene secuestrado en una montaña de burrocracia inútil que le impide leer algo que no sean planes y proyectos, cambios y nuevas normativas. Las horas que deben pasar haciendo powerpoints, por ejemplo, serían mucho más provechosas en una librería.
Desde que se estableció la socialización de los libros, además, los niños ya no pueden crearse una biblioteca personal y las lecturas se repiten año tras año sin que nadie las revise para ver si siguen adecuándose al alumnado que hay en el aula. Los ejemplares reutilizados infinidad de veces, en mal estado, obsoletos y que ya se han demostrado poco atrayentes, son el peor alimento cuando lo que se quiere es fomentar el placer lector.
Por último, hay un rincón físico de cualquier centro educativo que demuestra la importancia que da a la lectura: la biblioteca escolar. Cuando es un espacio agradable surtido con libros de calidad, estimulantes y bien cuidados, el mensaje que nos llega es “aquí amamos y cuidamos los libros”. Cuando en el espacio llamado “biblioteca” hay un par de estanterías destartaladas con cuatro libros arrugados y sirve para aparcar a los niños en tiempos de acogida, lo que se expresa es un desprecio evidente hacia la literatura y los lectores que deben hacerse. Y esto, en muchos casos, poco tiene que ver con el poder adquisitivo de las familias o las capacidades económicas de la escuela. Algunos hacen deslumbrantes inversiones en novedades tecnológicas mientras en la “biblioteca” se va acumulando el polvo sin que nadie la estorbe.