La Calórica durante un ensayo de 'Le congrès ne marche pas'
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"El dolor siempre busca la causa de las cosas"
Stefan Zweig

Dando el año, una de las noticias que nos dejó en diciembre fue el detalle del decimoctavo aniversario de la ley de dependencia. En estricto resumen, poco o nada que celebrar. Porque lo que se evidenciaba era el incumplimiento manifiesto de su despliegue integral dos décadas después. Solo el año pasado, haciendo cola frente al Estado, 33.000 personas murieron sin que nunca llegara la ayuda. El dato escarchador recuerda que cada día mueren 91 personas esperándolo. Una cada 16 minutos. Cómo esperando Godot. Desde el 2007, la cifra sube hasta las 900.000 personas que han muerto en esa insondable lista de espera. Catalunya no sale muy bien parada: encabeza, con 48.470 personas, el respiro para una prestación de dependencia, y desde su aprobación 103.000 catalanes han muerto sin recibirla. Aún hoy, el tiempo medio de respuesta para tramitar un expediente es una agonía de 330 días. Anunciada hace casi 20 años, a bombo y platillo y como lo que debía convertirse en el cuarto pilar imprescindible del estado de bienestar –para ir adelante en materia de cuidados, para no recular más y para atender a los cambios sociales estructurales–, su alcance ha quedado agrietado y limitado. En entredicho. En un país, matiz no menor, donde morirse es una última extorsión que cuesta al menos dos salarios medios y donde, en el limbo de la espera y de la muerte, muchos hacen negocios redondos. Pero, en cualquier caso, ¿cómo deberíamos llamar el incumplimiento reiterado por parte de unas administraciones públicas fallidas de sus obligaciones en protección social? Es en esa irresoluble contradicción simultánea entre obligaciones e incumplimientos legales –que pagamos impuestos por unos servicios públicos que no se reciben– donde anidan buena parte de las frustraciones democráticas de hoy. Ningún buen augurio para el mañana.

En la misma estela, el anuncio estelar del nuevo gobierno de la Generalitat de construir 50.000 pisos hasta el 2030 tiene un contrapunto funesto que casi suma ya cero –o menos–. Desde algo real que no tiene ninguna necesidad de ninguna promesa previa: hasta el 2040 sólo la provincia de Barcelona perderá 53.000 pisos de protección oficial, que volverán al mercado libre que tantos esclavos genera. Las colas siguen –y todos sabemos a ciencia cierta qué suele ocurrir en las colas–. Este mismo diciembre se escolaba la noticia de que la oferta de un piso de 50 metros a 923 euros mensuales, en la calle Còrsega de Barcelona, ​​generó de repente una larga corrua de decenas y decenas de personas interesadas que desbordaron a la inmobiliaria. El hecho no tiene nada de anécdota. Según los datos del Barómetro de Alquiler, cada piso de alquiler que se ofrece en Barcelona ciudad recibe 362 solicitudes. Y no está de más recordar que los jóvenes catalanes deben destinar el 100% del salario al alquiler si quieren emanciparse, en una sociedad donde la tasa de emancipación juvenil está por tierra. Como todo liga, acabando el año que oficialmente habla de euforia económica española con una de las tasas de crecimiento más altas de la UE se hacían públicos los primeros datos del próximo Informe Foessa, la mejor radiografía social existente del cruce donde estamos, que alerta de que avanzamos, de cabeza y de pedo, hacia la sociedad insegura. Allí nos recordaban que hace mucho que el PIB se ha desacoplado de cualquier progreso social, que la exclusión social afecta a 9,4 millones de ciudadanos en el Estado (tres millones en los Països Catalans) y que volvíamos al frente de la calle: " La incapacidad de la economía y de la política para romper los ciclos de pobreza y exclusión social”. En este desnivel profundizado, en esta brecha estructural, es donde también anidan todas las impotencias –resentimientos, desencantos, disrupciones– del presente. Ya veremos si también del futuro.

Dicen que 2024 ya es historia, pero la otra historia, como siempre, habla de los que nunca cuentan en ninguna parte. El año ha terminado con 10.457 cadáveres en el Mediterráneo, en el año más mortal, especialmente en la ruta mortal hacia Canarias. La cola necrófila sigue. Pero no verán ningún tuit de Elon Musk al respecto, sino todo lo contrario –y es en esa indiferencia banal y radical donde se explotan varios odios que tanto cotizan salvajemente al alza últimamente–. Y hay más colas de bancarrota democrática, claro, que aceleran una creciente desesperación social frente a unos servicios públicos demasiado a menudo en el umbral del colapso. Para operaciones médicas, para la plaza escolar del hijo, para la oferta de empleo, para el piso de protección oficial, para la recogida de alimentos, para la soledad no deseada, para el soporte en salud mental. La cola como metáfora, le espera como patrón. Mientras, subirán la luz y las vergonzosas ganancias de las eléctricas y algunas han impedido que el impuesto a las eléctricas continúe. Y mientras tanto la banca tiene ya garantizados 23.656 millones en beneficios de enero a septiembre de 2024, un 20% más que el año anterior.

Cola de colas, tantas colas de espera frente a las colas de ganancias de siempre, ahora que termina Navidad y arranca un enero siempre empinado, de negocio redondo sólo para unos pocos, uno siempre piensa qué podemos acabar perdiendo este año –qué dejaremos perder – o, por el contrario, qué sabremos no estropear o qué meta sabremos alcanzar. Podríamos dejarnos arrastrar por un tiralíneas determinista casi fatalista que ya nos dice cómo caray acabará. Pero no. No somos un tiralíneas y también podemos desobedecer a la inercia. Los días navideños caseros tienen la virtud de encontrarte con periódicos antiguos. Casualidad, me encuentro uno de hace dos años en los que un reconocido conservador gerundense, probablemente tan nervioso, abrumado y asustado como los miles de jóvenes que llenaban las calles el pasado noviembre reclamando el derecho a techo, sostenía lo siguiente: que atravesemos con determinación las sombras que se avecinan. Llega la frugalidad, habrá que hacer sacrificios. procuramos que sea transformador. Hay que transformar los sacrificios en esperanza desinteresada. Desde entonces, las sombras que temía no han parado de crecer. 2025, sí, ya ha empezado en la hoja del calendario. A ver cómo acaba –es decir, cómo hacemos que acabe–. Mientras, en el compás de espera de cada cola, pasen, si pueden y vuelan, por el Poliorama. A ver El congreso no marche no de la compañía La Calòrica, siempre inmensa, en una alegoría hiperrealista de quienes en las altas esferas todavía creen vivir en un mundo que ya no existe. Corolario: si tenemos que dar rodeo –que ya lo estamos haciendo hace tiempo–, que sea tan corta como sepamos y lo más indolora posible. Porque evitar el sufrimiento evitable siempre será una conquista democrática, universal y colectiva.

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