Ahora que se ha celebrado los diez años del 15-M, observado con una indisimulada simpatía, creo que tiene interés comparar este movimiento con los quince años de independentismo, siempre sospechoso de precipitaciones, engaños y fracturas. Comparar es siempre un ejercicio útil, no tanto para buscar parecidos o encontrar diferencias como para ayudar a caracterizar mejor cada uno de estos dos movimientos que han determinado cambios fundamentales en la cultura y los espacios políticos de catalanes y españoles.
Lo primero que hay que señalar son los diferentes orígenes temporales y los desencadenantes, porque a menudo se han querido confundir. Así, el 15-M es indiscutiblemente hijo de la crisis económica del 2008, que en España no había sido asumida como propia hasta 2010. Y en 2011 estallaba el 15-M, expresión del malestar que de ella derivaba. En cambio, como muestran claramente las encuestas disponibles, el independentismo despierta durante los últimos cuatro años de los gobiernos de Aznar y se hace mayor con la evidencia del fracaso de la reforma del Estatut de 2006. A pesar de que no tiene fecha fundacional, es entre 2004 y el 2006 que hay que situar el giro soberanista expresado más como una esperanza que no como la indignación que era propia del 15-M. La sentencia del TC del 2010 ya es resultado de la conciencia en el Estado de cómo crecía el independentismo en Catalunya y de la voluntad de pararlo.
También diferencia radicalmente el 15-M del movimiento independentista que el primero es fruto del populismo antisistema, aquello de “los de bajo contra los de arriba” y de la antipolítica. En cambio, el soberanismo no es un movimiento rupturista con el sistema y por eso puede hacer virtud de la sonrisa. Además, es ideológicamente transversal y con una fuerte presencia de las clases medias, eso sí, camino de empobrecerse. La única ruptura que propone el soberanismo es con el estado español, pero democráticamente. Tiene una fuerte base asociativa, primero muy diversa y después concentrada en Òmnium y la ANC. Y, cuanto menos hasta la respuesta a la represión, el independentismo se muestra tranquilo.
En tercer lugar, hay que observar la expresión política institucional de unos y otros. Por un lado, está la creación de Podemos. Por el otro, el giro independentista de Convergència, que se suma al horizonte de ERC y la CUP. La primera sorpresa para el 15-M se produce en las primeras elecciones españolas, en 2011, cuando, a pesar de la magnitud de las movilizaciones, el PP obtiene una gran victoria electoral. Y después de que Podemos consiguiera el 21 por ciento del voto en 2015 y 2016 –su tope–, en solo tres años su apoyo en las elecciones de 2019 baja hasta el 13 por ciento. El independentismo, en cambio, sigue una línea ascendente desde el principio, pese a las duras maniobras y amenazas del Estado. Y a pesar de la bajada de la participación, en 2021 ya supera el 51 por ciento del voto al Parlament de Catalunya. A Podemos le pone en crisis hacer política institucional. Al independentismo, en todo caso, no saberla hacer.
Está claro que los dos procesos han interferido en los respectivos discursos y estrategias. Desde los inicios se vio que el 15-M, de lógica de izquierdas y española, se sentía incómodo con el independentismo, de lógica transversal y catalana. Y viceversa. De estas desavenencias se podrían escribir muchas páginas, pero el caso del Ayuntamiento de Barcelona, donde este espacio prefiere el apoyo del voto de derecha antes de reconocer la victoria independentista de ERC, es bastante sintomático.
Y en último lugar, lo que quizás es más significativo de toda la comparación entre el 15-M y el movimiento independentista es el destino actual de sus líderes. Los primeros, muy mayoritariamente, tienen cargos de representación política o se han colocado en la administración pública. Los segundos están en la prisión y el exilio, aparte de los más de tres mil afectados por la represión política y judicial. Y mientras unos "lo volverán a hacer”, los otros lo van dejando.
Salvador Cardús es sociólogo