Concentración en la plaza de Cataluña de Barcelona
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Hace una década, como respuesta a la dura salida de la crisis económica fruto del colapso financiero de Lehman Brothers debido a la desregulación ciega y la posterior crisis de la deuda soberana, la indignación popular cuajó con una protesta ciudadana que conquistó la calle. El movimiento de los indignados se convirtió en un clamor antisistema al que se apuntaron sectores de las clases medias: con los recortes sociales en el sector público, el malestar había calado mucho más allá de los entornos ideológicamente concienciados. Justicia social, desobediencia no-violenta, anticapitalismo y la demanda de una democracia más participativa fueron los ejes de una protesta que desbordó las instituciones, los partidos políticos –también los de la izquierda clásica– y los sindicatos. Junto con viejos luchadores del altermundismo de los años 90 y del "No a la guerra" –la Guerra de Irak de 2003–, muchos jóvenes sin futuro se apuntaron a una posibilidad de ruptura con vocación de transformar mentalidades y de organizar el cambio. Las redes sociales dieron alas a una movilización ciudadana de nuevo cuño que quiso canalizar el malestar y las luchas hasta entonces fragmentadas: por la vivienda, contra la corrupción, contra los recortes en varios sectores, contra la guerra, contra el cambio climático, por el feminismo... De abajo a arriba, convirtiendo plazas –la de Catalunya en Barcelona; la de la Puerta del Sol en Madrid– en acampadas asamblearias, por unos meses se produjo el espejismo del nacimiento de un nuevo tiempo político, social e ideológico.

Diez años después, el balance es agridulce. El zarandeo del sistema de partidos, con la aparición de los comuns y de Podemos, no ha conseguido romper el bipartidismo español ni transformar la política institucional: el hecho de que el fin político de Pablo Iglesias haya coincidido con el décimo aniversario del 15-M tiene un punto de crueldad poética. En cuanto a Catalunya, el independentismo, con un discurso también social y de profundización democrática, pronto cogió el relevo en la calle monopolizando la bandera del cambio y dejando en segundo plano los herederos del 15-M, y en algunos casos integrándolos. Al final, tanto en Madrid como Barcelona, una década después se ha producido una fuerte involución con la eclosión de la ultraderecha, hoy ya normalizada en las instituciones. Sin duda, no es lo que habían imaginado los indignados, las principales reivindicaciones de los cuales no han encontrado respuestas efectivas: no se ha cambiado la ley electoral para mejorar la representatividad de los electos, ha crecido la represión contra la disidencia con un poder judicial erigido en árbitro político, la herencia del franquismo no solo se ha mantenido en el corazón del Estado, los procesos por corrupción se eternizan y, en muchos casos (sobre todo en el PP), no han pasado factura a las formaciones políticas, los recortes se han revertido muy lentamente, la vivienda sigue siendo uno de los grandes problemas sociales, el gasto militar continúa disparado y la lucha contra el cambio climático se ha quedado manifiestamente corta. Eso sí, la respuesta a la pandemia, tanto aquí como a nivel europeo y mundial, está siendo de nuevo keynesiana. Quizás sí que, al fin y al cabo, alguna influencia tuvo aquel estallido ciudadano y sus réplicas.

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