Invitaciones para los hombres solos

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Un montón de libros.

Recién llegada a Barcelona después de una estancia de tres meses en una universidad estadounidense, me encuentro con el corazón encogido, con una mezcla de indignación y de impotencia. El año pasado recibí una invitación por parte de la institución catalana encargada de la difusión de la cultura catalana en el extranjero, a través de la cual se me invitaba a ocupar una cátedra de profesora visitante en esta universidad.

Nunca llegué a imaginar, sin embargo, hasta qué punto las condiciones implícitas de esta invitación entraban en conflicto con las mujeres que tenemos vínculos que ni queremos ni podemos interrumpir mientras trabajamos: hijas o hijos que viven y viajan con nosotros allá donde pasamos largas estancias por razones laborales.

La suerte se torció y el parvulario más cercano se encontraba a casi diez kilómetros de nuestra casa y de mi puesto de trabajo. Sin transportes públicos, con transporte privado de muy elevado coste como única alternativa cotidiana.

No tardé mucho en entender por qué la mayoría de las personas que habían aceptado esta invitación eran hombres que habían hecho la estancia solos. En algún caso, excepcionalmente, con sus compañeras, que se habían hecho cargo de las criaturas. Las muy pocas mujeres invitadas también vinieron solas.

Lo que sí tardé en encontrar fueron las palabras para hablar de ese malestar, sin que fuera escuchado como un problema individual o como una queja injustificada. Teniendo en cuenta que ser invitada a esta universidad californiana de reconocido prestigio internacional era un reconocimiento a mi trabajo como investigadora y ensayista, reivindicar cuestiones materiales podía parecer de mal gusto o sobrerreacción fruto del mal humor derivado de un montón de problemas prácticos.

Es lo que sentí al recibir la decisión final que tomó la institución catalana que financiaba esta cátedra: decían entender la complejidad logística y lo que suponía para mí, pero que su convenio y una serie de restricciones administrativas no les permitían destinar más recursos para sostener los costes “imprevistos y sobrevenidos” de las personas que, como yo, habíamos decidido viajar con hijos.

Con inteligencia y amabilidad, esta institución pública me contestó diciendo que eran plenamente conscientes de todo lo que no acababa de funcionar, pero que no había nada que hacer. El colofón habitual tampoco faltaba: aseguraban que mi experiencia serviría para hacer una reflexión en profundidad y mejorar las condiciones materiales destinadas a la cátedra.

En realidad, sin embargo, de lo que se trata es de saber hasta cuándo las instituciones públicas seguirán proyectando e imponiéndonos la ficción de los individuos solos, sin vínculos ni personas a cargo, en el ámbito de la cultura y del pensamiento. ¿Hasta cuándo las instituciones culturales nos pedirán hacer abstracción de las condiciones materiales para seguir haciendo la tarea que ya hacemos cuando enseñamos, damos conferencias o escribimos?

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