

El fin de semana pasado volvió a haber movilizaciones importantes en unas cuarenta ciudades de España. Es razonable que así sea, porque España es un país que tiene la vivienda digna (el adjetivo, aquí, es sustantivo) como un derecho reconocido por la Constitución, por lo que los ciudadanos que salen a manifestarse para acceder a una vivienda no hacen más que ejercer un derecho constitucional. Aquí debería terminar la discusión y los soflamas de supuestos liberales (en realidad, especuladores y amigos de especuladores) que denuncian supuestas dictaduras bolivarianas o woke. Los ciudadanos, insistimos, no hacen más que reclamar el ejercicio de un derecho constitucional, en un artículo 47 que dice lo siguiente: "Todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general". Es decir, la Constitución no solo consagra y garantiza el derecho a la vivienda, sino que prevé e insta a los poderes públicos a prevenir la especulación con ese derecho. Por lo tanto, la falsa discusión sobre qué pesa más, si la consideración de la vivienda como derecho o como bien de mercado, queda también ya cerrada en el texto constitucional.
Hace unos días, un reportaje en portada de The New York Times se refería a Barcelona como una "Ciudad de esperanzas y hogares perdidos" (aprovechando la similitud fonética que existe en inglés entre las palabras hopes, esperanzas, y homes, hogares). Ilusionados, algunos quisieron ver en ello una impugnación del colauismo, pero si se tomaban la molestia de leer el texto de la reportera Liz Alderman lo que encontraban era la constatación de los resultados de entregar la ciudad al turismo de masas y a su consecuencia directa, que es la presión y la especulación urbanísticas. Una ciudad de un millón de personas por las que pasan en un solo año veinte millones de turistas: una balearización de libro, podemos añadir. Esto no ha ocurrido durante el mandato de un solo alcalde o alcaldesa, sino durante las décadas posteriores al fenómeno de las Olimpiadas. Se aprovechó aquel impulso para poner la ciudad al alcance del dinero fácil, y de lo que esto generó participó todo el que pudo, en el ámbito público y en el privado. De hecho, todavía hoy insisten en ello.
Esta semana el Parlament de Catalunya debatirá un decreto sobre vivienda, con la promesa en el aire de los 50.000 pisos de alquiler social que prometió Salvador Illa de ahora hasta el 2030. Habrá que aprobarlo con el apoyo de la oposición, lo que significa hacer equilibrismos para contentar a todos sin satisfacer a nadie. En Baleares han optado por el camino más bestia y lo que se aprobó es un decreto que desprotege todo el suelo rústico, y ahora –con el PP presionado por Vox– quieren hacer lo mismo con el suelo urbano. Puede reconocerse cuando un modelo económico y social se agota por los gestos que hacen sus responsables políticos: de desconcierto, y también de desesperación.