

La decisión de Hungría de abandonar el Tribunal Penal Internacional (TPI) tras recibir oficialmente a Benjamin Netanyahu no puede entenderse únicamente como un episodio más de la política exterior o como una expresión de apoyo puntual a Israel. Esta retirada –más que simbólica– representa un nuevo capítulo en la consolidación de una internacional del iliberalismo, un entramado de alianzas que articula complicidades entre proyectos autoritarios, profundamente ideologizados, que se refuerzan mutuamente en el desprecio al derecho internacional, a los mecanismos multilaterales y, sobre todo, a los derechos humanos.
La recepción de Netanyahu por parte de Viktor Orbán en plena vigencia de una orden de detención del TPI contra él por crímenes de guerra en Gaza no es un acto diplomático aislado, sino un gesto calculado de desobediencia institucional. Es un desafío a la arquitectura jurídica internacional, pero también un claro mensaje a sus socios políticos: la extrema derecha global no sólo justifica, sino que ampara e incluso legitima las prácticas más violentas del poder, siempre que se encuadran dentro de una narrativa securitaria racializada y antipluralista.
Orbán, como otros líderes iliberales, ha entendido el momento: en una Europa que se mueve cada vez más hacia el autoritarismo y la mano dura, gestos como éste son celebrados por sectores políticos que buscan debilitar los marcos internacionales que limitan la impunidad estatal. No es casualidad que Hungría haya evitado incorporar plenamente al marco jurídico las obligaciones del Estatut de Roma, dejando la puerta abierta a este tipo de salidas tácticas. Aunque su anuncio coincida con nuevos bombardeos israelíes sobre Gaza y el apoyo renovado de figuras como Donald Trump o Marine Le Pen.
La escena resulta aún más inquietante si se considera en su conjunto: países como República Checa, Rumanía, Argentina o incluso Francia y Alemania han adoptado posturas ambiguas o abiertamente permisivas ante el mandato del TPI. El problema no es sólo Hungría: es la erosión creciente de un consenso mínimo sobre los límites de la violencia estatal, cuando ésta es ejercida contra poblaciones racializadas o consideradas amenazas a la seguridad. La orden de detención contra Netanyahu se sustenta en indicios sólidos de crímenes de guerra, como el uso del hambre como arma o los asesinatos sistemáticos de civiles en Gaza. Desacatarla no es una muestra de realpolitik, sino una renuncia activa a la defensa del derecho internacional humanitario.
La extrema derecha no necesita tener el poder en todos los estados para avanzar en su agenda: le basta con modelar el marco del que es permisible. La visita de Netanyahu, acogido como un aliado estratégico por líderes ultranacionalistas, ilustra cómo se articula una legitimidad paralela, una comunidad de intereses que desprecia el multilateralismo, desactiva los controles institucionales y reduce la justicia a una cuestión de afinidades ideológicas.
Que Hungría abandone el TPI en estas condiciones debería encender todas las alarmas. No porque su salida tenga un efecto legal devastador –el tribunal ya ha sufrido afrontes similares por EEUU, Rusia o Israel–, sino porque señala el retroceso político de los valores que el tribunal representa: la rendición de cuentas, la protección de la población civil, la universalidad de los derechos humanos.
En este sentido, lo que está en juego no es sólo la credibilidad del TPI, sino el propio papel de la legalidad internacional como freno ante los crímenes del poder. Y la pregunta que se impone es clara: ¿cuántos estados están más dispuestos a sacrificar el derecho internacional en nombre de alianzas ideológicas que normalizan la violencia y el autoritarismo?