La bandera de la Unión Europea ondea en el exterior del Parlamento de Alemania en Berlín.
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Antes de ir al tema de este artículo, permítanme una previa que comienza con un elogio rotundo: la biografía de Josep Pla escrita por Xavier Pla, Un cor furtiu, es una de las obras más importantes de los últimos años tanto para entender la figura del escritor como la cultura catalana en general. Queda escrito y rubricado. Han sido justamente unas páginas muy concretas de este estudio biográfico las que me llevaron a leer hace unos días una obra de la que solo conocía la versión catalana posterior incluida en el volumen 9 de la Obra Completa, muy reelaborada pero igualmente magnífica. Se trata de Viaje en autobús, que Pla publica en 1942 en plena posguerra, por supuesto en castellano. Tiene cuarenta y cinco años. Ese mismo año se publica en Estocolmo la obra póstuma –y también la más sustancial– del escritor austríaco de origen judío Stefan Zweig. Para cerrar el círculo, resulta que en ese momento la casi esposa de Pla, Adi Enberg, se encuentra en Suecia, donde pasará toda la Segunda Guerra Mundial. Zweig se había suicidado unos meses antes en Brasil, en febrero de 1942, junto a su esposa Lotte. Él tenía sesenta años y ella treinta y cuatro.

Viaje en autobús está escrito en un castellano un poco ortopédico, pero para nada torpe. Hay algunas cosas que suenan muy extrañas, como el uso de diminutivos que en catalán no chirrían pero que en español parecen de redacción infantil. En cualquier caso, este Viaje en autobús es, por varias razones, una de las obras más ambiciosas de Pla y, a mi modesto entender, uno de los textos más importantes de la literatura de posguerra. El escritor de Palafrugell es consciente de que durante un tiempo que puede llegar a alargarse mucho no podrá publicar en catalán, y quiere dejar claro que es un autor de nivel europeo a pesar de llevar boina y fumar picadura. Aunque el título pueda sugerir una obra costumbrista de poca profundidad intelectual, Pla comprime en el seno del libro toda la historia de la cultura clásica europea, de Dante a Montaigne, de Nietzsche al Cant Espiritual de Maragall, de Heráclito a Chesterton, de Ruyra a Proust... La lista de referencias bien entendidas y argumentalmente colocadas donde toca, nada pedantescas, sería muy larga. Y todo ello aplicado a lugares tan obstinadamente concretos como Sant Feliu de Guíxols, Lloret o Sils. Los que se compraron el libro pensándose que se trataba de una cosita de viajes por la Catalunya rural, de una mirada banal de vuelo gallináceo, supongo que se quedaron sorprendidos. Lo mismo podríamos decir de los lectores (en este caso póstumos) de Zweig. Sus grandes biografías tienen un tono amablemente divulgativo, mientras que El mundo de ayer describe justamente el fin de Europa como consecuencia de la locura totalitaria. Su tono es sereno pero a la vez deprimente. Recordemos que estamos en 1942, cuando el exterminio a escala industrial de los judíos ya es una realidad.

Pla y Zweig hablan de una Europa que ya no existe ni volverá a existir nunca más. El primero lo hace rememorando –dentro de lo que la censura franquista consideraría tolerable, por supuesto– cómo era la vida antes de los rigores de la posguerra, y el segundo evocando desde el exilio, al otro lado del Atlántico, un mundo perdido. La Unión Europea todavía no existía, obviamente. De hecho, un proyecto de estas características podría parecer entonces un cruel sarcasmo: el Viejo Continente se estaba desangrando. Sin embargo, en ningún momento Pla y Zweig plantean la solución en términos de quimera político-administrativa, sino como una realidad con unas raíces culturales profundas. En cambio, a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, a Adenauer o De Gaulle les interesará esencialmente la creación de intereses económicos comunes que hagan absurdo cualquier enfrentamiento futuro. A corto plazo no era una mala idea; sin embargo, a la larga resultaba insuficiente. Hoy Europa es, por encima de todo, una orgía de impresos complicadísimos que sirven para mendigar. Ya no es multilingüe como en la época de Pla y Zweig, sino, de facto, dócilmente anglófona a pesar del Brexit –es curioso que esta forma de papanatismo lingüístico no sea impugnada casi por nadie–. Poco tiene que ver con Dante o con Montaigne, y mucho, en cambio, con cosas blanditas y políticamente correctas sin las cuales la maquinaria burocrática no se rasca el bolsillo de la investigación universitaria o de los grandes acontecimientos culturales. Ha perdido la batalla de la productividad: la tecnología ya no viene de Alemania, sino de Asia, y las cosas de comida llegan de Marruecos o Turquía, porque el trabajo de los campesinos de aquí es rellenar papeles. Si Putin hace lo que hace es porque ha olido esta candorosa, confiada decadencia.

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