

Cuando veo a Pedro Sánchez hablando en inglés fluidamente en el Foro de Davos me cuesta entender que necesite la orejera de la traducción simultánea del Congreso para seguir las intervenciones en catalán. No es lo único. A su lado, la vicepresidenta María Jesús Montero, también engancha el auricular en la oreja con fruición.
Catalán y castellano son dos lenguas vecinas, ramas distintas del mismo tronco latino, ya un castellanohablante mínimamente viajado por el mundo, o con un mínimo de curiosidad cultural, y sobre todo si ha estado en contacto con el portugués, el francés o el italiano, el catalán no le puede suponer ninguna dificultad insalvable de comprensión a poco que establezca un mínimo contacto.
La dificultad, por supuesto, es sociolingüística, no lingüística. Normalmente no le oyen hablar nunca, no tienen la oreja nada acostumbrada, no le consideran ni un poco suyo, no la han leído nunca ni oyen canciones en catalán en las televisiones y radios que sintonizan, y no lo necesitan porque todos los catalanohablantes somos bilingües. Y si algún día se ponen, descubren un mundo que les gusta y les enriquece, y que les es fácil de descodificar.
Son siglos de supeditación jurídica y política, demográfica y económica, que han sido decisivos para crear una particular psicología en la relación de los españoles con el catalán, consistente en ignorarlo, como si reconocerlo fuera ponerse en un plan de igualdad inasumible. Lo peor es que 50 años después de la muerte de Franco, en democracia no se haya revertido esa ignorancia consciente. Un presidente que se pusiera la orejera para entender el inglés parecería menos capacidad para desempeñar su cargo. Con el catalán no le ocurre.