1. En el análisis político de vuelo gallináceo se ha impuesto la moda de afirmar que la clave del resultado de las elecciones del 12 de mayo radicará en la cifra de abstención. O por decirlo con el vaso medio lleno, que dependerá del grado de participación. No me parece. Cogemos sólo el ejemplo de lo ocurrido en las dos últimas elecciones al Parlament, que, precisamente, han sido en las que más gente fue a votar (2017) y en las que más gente se quedó en casa (2021). El día en que hubo más participación de la historia (un 79,04%) ganó Ciudadanos. Inés Arrimadas recogió 1.109.732 votos que le supusieron 36 escaños. Le sirvieron, sólo, para ser jefe de la oposición. Hoy, ya no vive en Catalunya, ha abandonado la política y, según los expertos en demoscopia, Ciutadans podría quedarse sin ningún diputado en el Parlament siete años después de su éxito más sonado. Aquella manera de aglutinar el voto útil para frenar el independentismo ahora ya no es necesario, porque el empuje soberanista ha quedado frenado por el desaguisado del Estado y por una serie de goles en propia puerta fruto de tan tibios liderazgos , o tan incubados, que ni son liderazgos ni son nada.
2. Cuatro años más tarde, en 2021, tras la sentencia del Proceso y en la confluencia de la represión y el desencanto por las rencillas entre independentistas, hubo la participación más baja (53,54%) de las trece veces que hemos pudo votar la composición del Parlamento desde la recuperación de la democracia. Esto permitió a Salvador Illa, del PSC, ganar con 652.858 votos. Desde Jordi Pujol en 1980, nunca un partido ganador había quedado tan lejos del millón de votos. Los 33 escaños del PSC los llevaron a la oposición ya lucir, en la solapa de Isla, la ridícula chapa de "gobierno alternativo de Catalunya". Ahora el candidato vuelve como cabeza de lista con la voluntad de llegar a ser jefe de un gobierno de verdad. Y las encuestas que tienen los distintos partidos aseguran que tiene muchos números de ser, de nuevo, la lista más votada. Sin embargo, esto, como se ha visto en las dos últimas ocasiones, no garantiza ser presidente del gobierno. Por el contrario, tanto ERC como Junts ya se han apresurado a decir que, si depende de su apoyo, ellos no convertirán a Isla en el Muy Honorable número 133. Tan sólo con esta afirmación, Turull y Aragonès –error estratégico– ya están co- localando al PSC en el pedestal de favorito.
3. De hecho, el último candidato que ha pasado de ganar las elecciones a ser investido president fue Artur Mas en el 2012, y después vino Carles Puigdemont en el 2015. Eran aquellos tiempos en los que las ilusiones todavía estaban por encima de los egos, momentos en los que la generosidad blandía bajo la estelada, cuando la independencia era una aspiración colectiva capaz de unir a los principales partidos soberanistas bajo el paraguas de Junts pel Sí. Aquellos 1.628.714 votos, cifra irrepetible por ninguna sigla este 2024, no le bastó para llegar a la mayoría absoluta. Sin embargo, esos 62 escaños sí que les permitieron engordar la bola de nieve del Proceso, que creció tanto que acabó rodando con fuerza... hasta fundirse en el acantilado. Puigdemont tiene ahora muchos números de ser el candidato de Junts. Pronto sacaremos el entramado. Y ojalá que, si es el escogido, pueda hacer la campaña con normalidad y, una vez amnistiado, volver a Cataluña y hacer de diputado, de presidente o lo que todos convengamos con nuestros votos. O lo que permita la geometría variable de los endemoniados pactos postelectorales. Puigdemont ya fue cabeza de lista de Junts en el 2021, aunque la candidata a la presidencia era Laura Borràs. Quedaron terceros. Entonces, especular con el regreso del expresidente parecía más una cacha para pescar votos que un vaticinio factible. Ahora, en cambio, el factor Puigdemont tiene muchos números para sacudir –y quién sabe si polarizar– una apasionante campaña.