Angelina Callas: cuqui, ramplona y superficial


Pablo Larraín ha rematado su trilogía de mujeres mortificadas por un sufrimiento extremo con el enésimo biopic sobre la cantante Maria Callas. Después de Jackie, centrada en los días posteriores al asesinato de su marido John Fitzgerald Kennedy, y Spencer, sobre los tres días que Lady Di decide separarse de Carlos de Inglaterra, ahora llega María, que recrea la última semana de vida de la soprano, sola y sin voz, en su maravilloso piso de la avenida Georges Mandel de París, acompañada sólo de su fiel servicio doméstico.
La elección de una actriz como Angelina Jolie para interpretar a Callas ya es una bandera roja que nos alerta de todo lo que veremos a continuación. Larraín ha rehuido el físico magnético y poco convencional de la cantante. Ha borrado el carisma de un rostro anguloso, de ojos expresivos y nariz carismática que le otorgaban un atractivo lleno de carácter y pasión. Lo ha sustituido por la belleza hollywoodiana estándar de Angelina Jolie, que no ha hecho ningún esfuerzo por parecerse a Callas. Ni siquiera con el maquillaje. Sólo la montura de unas gafas icónicas como único riesgo de caracterización. Jolie tiene la belleza que complace la mirada masculina y Callas tenía la belleza de quien tiene el reto de cautivar. Larraín nos ha construido una cuqui-Callas ramplona y superficial, que incluso en la agonía y el dolor profundos, en la debilidad extrema, aparece atractiva frente a la cámara, seduciendo al espectador a través de un sufrimiento puramente estético. María es inquietante porque las postales que construye sobre la cantante demuestran un goce perturbador en la desesperación femenina. Utiliza un recurso narrativo caduco basado en la creencia absurda y tóxica de que el dolor eleva a las mujeres y las dignifica, convirtiéndolas en una especie de heroínas. Larraín ni siquiera sabe construir la raíz de esa desolación absoluta. No existe ninguna aproximación crítica sobre su sufrimiento más allá del mismo. La mujer que se autoinmola, porque el sacrificio es su razón de ser. La Divina queda limitada a una turbación que la glorifica como clímax épico de su existencia. Como si su desgracia fuese fruto de su simple incapacidad. Director y guionista construyen un espléndido escaparate crepuscular donde capturar a su presa. Incluso elaboran una suerte de destino escogido por gusto: "Tengo el control, al final", le hacen decir a la protagonista. La interpretación de Jolie es afectada y plana. Siempre la ves a ella, nunca Callas. Le hacen interpretar un dolor que corseca pero que siempre se representa, paradójicamente, desde la máxima elegancia y de la mística trascendente. Nos obligan a tragarnos la supuesta belleza de la enfermedad. Los playbacks son chapuceros ya pesar de todo lo que se ha dicho sobre la formación musical de la actriz, nos encontramos con un personaje que canta con el rostro y no con el cuerpo. Un ligero temblor de labios y algo de tristeza en los ojos intentan suplantar la fuerza genial y el talento vigoroso, obsesivo ya la vez delicado de la soprano.
Al salir de la sala de cine volvías a tropezar con Angelina Jolie en el vestíbulo. Un rótulo antiguo de la película Mr. & Mrs. Smith indicaba el camino a las puertas de los aseos. La foto de ella, pese a la pistola en la liga, era el mismo personaje que acabábamos de ver en la película. María está construida desde la mirada masculina más estereotipada y pasada de moda, que reduce las grandes figuras femeninas a un simple objeto frágil y vacío, puramente estético, que Larraín quiere moldear a su antojo e imaginario.