¿Bebés digitales? No, gracias

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Un niño hace funcionar una pantalla táctil.

Es frecuente ver en el transporte público o en los restaurantes la función de canguraje que cumplen los dispositivos digitales. Lo he visto incluso en parques y he escuchado a familias que presumen de que antes de los tres años sus hijos ya saben utilizar Netflix. Más arriba he dicho frecuente y no normal de forma deliberada, porque que sea habitual no lo convierte en normal o deseable. Hemos llegado a unos niveles de sobreexposición digital infantil preocupantes, incrementados especialmente durante los confinamientos. Las razones son múltiples y comprensibles, pero ahora que empezamos a tener evidencias de cuál es el impacto que esto tiene en el desarrollo de las criaturas, hablemos de ello. Aprovechando el Día Mundial de Internet (que ha sido este 17 de mayo) abramos el debate: ¿cuáles son nuestros hábitos digitales, y en consecuencia, cómo educamos? 

Los dispositivos digitales los tenemos a mano, ofrecen un universo de recursos diferentes y suponen unos aliados infalibles si necesitamos que la criatura esté entretenida o quieta un rato. Tanto sirven cuando estamos haciendo la sobremesa como cuando necesitamos acabar de responder unos e-mails urgentes del trabajo. Otro clásico es usarlos como recompensa para incentivar que coman. Contar con las pantallas como medio habitual, especialmente en la franja entre los 0 y los 3 años, es poco recomendable porque distorsiona el desarrollo cerebral, visual, físico y también psicoemocional. Sobreestimula algunos comportamientos mientras inhibe la interacción con el entorno desde la curiosidad, la observación y la satisfacción de los descubrimientos.  

No debemos olvidar que el mundo digital está refinadamente diseñado para ser una fuente de luz, color y movimiento que atrape nuestros sentidos (también en la adultez) hasta el punto de hipnotizarnos. Afortunadamente, somos cada vez más conscientes de que estamos poniendo en juego nuestra atención y facilitando que otro se lucre vigilándonos. Nos preocupa el uso que adolescentes y jóvenes hacen de sus dispositivos porque la carencia de límites y autocontrol se hace evidente cuando tienen su primer móvil, pero nos olvidamos que la educación digital empieza mucho antes que les plantemos una pantalla delante. Teniendo en cuenta que aprendemos por imitación y educamos con el ejemplo, los fundamentos de esta higiene digital arrancan cuando la criatura ve cómo nos relacionamos con los dispositivos.  

Por todas estas razones y porque es clave preservar la primera infancia del abuso de dispositivos digitales, nos hemos reunido un grupo de especialistas de diferentes ámbitos para crear un Manifiesto de Infancia y Pantallas. Son 10 miradas que desde el ámbito de la salud, la neurociencia, la educación y las ciencias sociales nos hemos planteado qué habría que cambiar para garantizar una infancia digitalmente saludable. Proponemos varias líneas de acción orientadas especialmente a instituciones con voluntad constructiva.  

No es fácil crecer y educar en un mundo digital, con todas las oportunidades y los riesgos que comporta. Las situaciones de cada hogar son variadas y diversas, pero la sensación de desorientación y de tensión permanente por la gestión del tiempo y los espacios de conexión es transversal y compartida. Afortunadamente, cada vez las familias empiezan a buscar referentes en edades más tempranas, especialmente aquellas que ya tienen hijos más mayores y con los siguientes no quieren llegar tarde.  

La prevención no puede depender solo de los hogares, entre otras cosas porque falta acompañamiento y unas políticas adecuadas para la conciliación familiar. En un sistema en que la crianza es aquello que queda a la sombra de la productividad, es un privilegio al alcance de pocos hogares poder educar desde la presencia y la conciencia que requiere cada etapa. Hace falta, pues, una solución sistémica, basada en la comunidad que rodea a las familias y la crianza. Aquí contamos con el entorno educativo, pero también con profesionales de la salud. Del mismo modo que nos orientan sobre las necesidades alimentarias o de descanso, nos tendrían que poder aconsejar sobre hábitos digitales a medida que crecen. Todo esto basado en investigación, claro, que habría que ampliar más allá de la demonización del tiempo de pantalla. Queremos también conocer las oportunidades de los buenos usos y las mejores condiciones para aprovecharlas, porque las hay y son lo que queremos ofrecer. Y, por último, un llamamiento a la industria: exigimos una regulación en que no sea legal crear aplicaciones y contenidos con la finalidad última de recoger datos de la futura clientela desde la cuna. Si queremos una ciudadanía digital saludable y empoderada, apostemos por una educación digital progresiva y responsable.  

Liliana Arroyo Moliner es doctora en sociología, experta en transformación digital e impacto social, Esade
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