Cuando nací, solo hacía seis meses que había salido el primer automóvil de la fábrica de Seat, que fabricaba unos 10 al día (ahora, si no hay escasez de chips, se fabrica uno cada minuto y medio). Por Navidad íbamos de la Mancha a Barcelona y todavía recuerdo la calle Aragó sin casi tráfico y dedicada al ferrocarril, que circulaba en trinchera. Cuando mi familia se desplazó a Tarragona, una de las distracciones de mi hermano, fanático de la automoción, era identificar el modelo de todos y cada uno de los pocos automóviles que circulaban alrededor de la Font del Centenari.
No he conocido, pues, la ciudad sin coches, pero sí la ciudad con muy pocos coches, en la que los peatones no tenían que atravesar las calles por pasos específicos ni, por supuesto, esperar a que un semáforo les permitiera hacerlo. Y estoy seguro que volveré a ver una Barcelona con pocos coches.
La progresiva ocupación de la calle por parte del vehículo privado fue aceptada porque constituía una de las manifestaciones de un ascensor social que funcionaba de fábula. Por primera vez en la historia, las clases populares podían desplazarse por placer lejos de su residencia, una opción reservada, hasta entonces, a una minoría. Pero el automóvil cambió la ciudad a peor. Los niños dejaron de jugar en la calle, los peatones dejaron de pasear, el aire se volvió irrespirable, el ruido se hizo omnipresente y el tráfico acabó colapsando y exigiendo más y más vías rápidas.
Ahora, y siguiendo los ejemplos de Amsterdam o París, el vehículo privado está siendo expulsado de la ciudad. Primero lo fue de calles de la ciudad antigua, como el Portal de l’Àngel o Major de Sarrià; ahora empieza la expulsión de calles del Eixample. El proceso será necesariamente lento, porque el colapso circulatorio será transitorio, pero llegará, y porque el transporte público no tiene capacidad para absorber muchos más pasajeros de los que transporta ahora. El colapso circulatorio será transitorio porque la experiencia demuestra que el número de viajes en vehículo privado depende de la calidad del tráfico: si esta es buena, el número aumenta y, si es mala, disminuye. Por eso la provisión de más espacio para el vehículo privado siempre ha acabado siendo insuficiente. Por otro lado, las mejoras del transporte público en curso (la conexión de los tranvías, la finalización de la L9, la prolongación de la L8 entre Espanya y Gràcia, y las mejoras de Cercanías) serán capaces de absorber la mitad del tráfico privado actual, pero tardarán todavía unos (pocos) años en finalizar.
No hay duda de que la conversión en zona de peatones de las calles de Barcelona será objeto de debate cívico y político durante una larga temporada, pero solo discutiremos el ritmo, porque ahora sabemos que se puede tener una ciudad amable con los coches o con los ciudadanos, pero no con los dos a la vez.
Como el cambio que está empezando a producirse es radical, querría llamar la atención sobre un aspecto que es insólito y es que su motor no es tecnológico. Me explicaré.
En general, el modelo urbano ha estado determinado por la tecnología dominante en cada momento. Así, la ciudad de la primera revolución industrial era una ciudad con una densidad extraordinaria y con unas condiciones sanitarias infectas porque los puestos de trabajo estaban ya concentrados en fábricas, pero los trabajadores tenían que acceder a pie.
La aparición del ferrocarril (incluyendo el tranvía) permitió la creación de “suburbios-jardín” habitados por trabajadores que se desplazaban al trabajo en transporte público y la ciudad se extendió en forma de pulpo a lo largo de las líneas ferroviarias con unos brazos mucho menos densos que su centro.
Finalmente, el automóvil y el teléfono permitieron que los intersticios entre los brazos del pulpo se llenaran de viviendas unifamiliares y que la ciudad se convirtiera en una gigantesca mancha de aceite poco densa. En el caso de Barcelona, la orografía hizo que las viviendas unifamiliares no siempre fueran primera residencia, pero sí segunda: ¿qué son Sitges o la Cerdanya sino barrios de Barcelona?
Lo que resulta fascinante del proceso que ahora empieza es que, a pesar de su radicalidad, no está motivado por ningún cambio tecnológico: seguiremos desplazándonos con automóviles con ruedas de caucho y con convoyes sobre carriles de acero y ni los unos ni los otros irán muy más deprisa que los de nuestros padres.
Tampoco tiene nada que ver con el cambio climático, porque todos estos vehículos acabarán siendo eléctricos (en cuanto a la lucha contra la contaminación, la calle Aragó podría continuar siendo una autopista). Tampoco tiene que ver con el teletrabajo.
No, el automóvil está siendo expulsado de la ciudad por un ideal. No se puede ningunear el peso de la tecnología, pero constatar que se pueden hacer cambios radicales que no la tengan por motor me resulta un pensamiento reconfortante.