Cómo contar una guerra

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Fachada de 'The New York Times' en Nueva York.

A principios de este siglo entrevisté a Arthur Ochs Sulzberger Jr, entonces presidente de The New York Times Company. Fue muy amable. Después de la entrevista me paseó por las inmensas instalaciones del periódico y me invitó a un café. A uno puede gustarle más o menos el New York Times, pero era y es la mayor empresa periodística del mundo. Longacre Square, en Nueva York, se llama Times Square (seguro que les suena) porque allí, hasta 2007, se alzaba el edificio del diario.

Estaba preparándose la invasión de Irak y durante el café, supongo que para darme conversación, me pidió consejo sobre cómo informar sobre la guerra. A mí. El jefe de la familia Ochs-Sulzberger, dueña del Times desde 1896, me preguntó a mí cómo cubrir una guerra. Nunca pierdo una buena ocasión para hacer el ridículo y le respondí que su cobertura hasta el momento me parecía un poco demasiado patriotera (Sulzberger no movió ni una ceja) y, acto seguido, teoricé sobre mi teoría del caleidoscopio. Una guerra en curso, le dije, es incomprensible. Todos mienten. Nadie sabe qué ocurre realmente. La única forma honesta de informar consiste en reunir pequeñas historias aparentemente anecdóticas, a veces lejanas a los combates, y juntar esos fragmentos en una especie de caleidoscopio.

Eso le dije a un Sulzberger. Su tío abuelo Cyrus había sido corresponsal en Europa durante la Segunda Guerra Mundial y aconsejó a la familia que no diera mucho relieve a las noticias sobre el exterminio de los judíos, porque la familia era judía, había mucho antisemitismo en Estados Unidos y las ventas del periódico podían resentirse. Efectivamente, el Holocausto no apareció en la primera página del Times durante el conflicto. Su padre, Arthur, había publicado en 1971 los “papeles del Pentágono” sobre el desastre militar en Vietnam y el presidente Richard Nixon le había demandado (al grito de “metamos a ese hijo de puta en la cárcel”). En fin, que le conté a un Sulzberger cómo tenía que hacer su trabajo.

A veces, muy pocas, los idiotas tenemos razón. Y a veces, bastantes, los grandes periódicos se equivocan. En 2004, The New York Times se vio obligado a pedir disculpas a sus lectores por su cobertura de la guerra y, sobre todo, por las noticias falsas que publicó sobre las famosas e inexistentes “armas de destrucción masiva”.

Supongo que se han hartado ustedes de ver películas y documentales sobre la Segunda Guerra Mundial. Los campos de exterminio. El desembarco en Normandía. Stalingrado. Pearl Harbour. Las Ardenas. Midway. La batalla de Inglaterra. Los discursos alcohólicos de Winston Churchill. La irrupción soviética en Berlín. El suicidio de Hitler. Hiroshima y Nagasaki. Todo impresionante, sobrecogedor, terrorífico.

Hay unas novelas que no son ni impresionantes, ni sobrecogedoras, ni terroríficas, donde no aparecen ni bombardeos ni batallas de tanques, y, sin embargo, dejan impregnado al lector con el leve hedor a miedo, incertidumbre y banalidad que caracteriza la guerra. Hablo de la trilogía de los Balcanes y la trilogía de Oriente, seis novelas que desde los márgenes (Bucarest, Atenas, El Cairo, Jerusalén) y desde el punto de vista de una mujer que pasaba por allí, nos explican mejor que cualquier imagen cómo ocurrió aquella catástrofe.

La mujer que pasaba por allí era una joven inglesa llamada Olivia Manning y, según quienes la conocieron, era hosca, egocéntrica y bastante insoportable. Libros del Asteroide ha publicado la primera trilogía: La gran fortuna, La ciudad expoliada, Amigos y héroes. Los protagonistas son Harriet, trasunto de Olivia, y su marido Guy, en realidad Reginald Donald Smith, un profesor generoso y simpatiquísimo del que años más tarde se supo que era espía soviético.

No parece probable, hasta donde yo sé, que se traduzca a algún idioma peninsular la segunda trilogía (El árbol del peligro, La batalla perdida y ganada y La suma de las cosas), difícil de encontrar incluso en inglés. Manning fue elogiada por colegas muy ilustres, pero no alcanzó un gran éxito. En sus últimos años no dejaba de quejarse por esa falta de reconocimiento popular. Murió en 1980. En 1987 la BBC hizo una serie basada en las trilogías y sus obras se vendieron por cientos de miles. Después cayó de nuevo en el olvido.

Manning compuso, con sus recuerdos de la guerra, siempre en retaguardia, siempre huyendo, un caleidoscopio formidable: puedes ir girándolo y vas descubriendo nuevos ángulos de lo que fue aquello. Aquella mujer antipática supo contar la catástrofe europea mejor que The New York Times.

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