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Ahora hace apenas un siglo el inclasificable pensador alemán Oswald Spengler (1880-1936) revisaba el primer volumen de La decadencia de Occidente, publicado en 1918, y estaba en medio redactar el segundo, que apareció en 1923. Este largo y denso ensayo, hoy casi olvidado, fue probablemente el más influyente de la primera mitad del siglo XX. En 1921 Europa había dejado atrás los estragos sin precedentes de la Primera Guerra Mundial, así como la mortífera gripe del año 1918. La gente necesitaba alguna respuesta o, cuando menos, algún indicio para poder digerir el inmenso desastre, y la palabra decadencia es muy golosa. Hoy pasa exactamente lo mismo, a pesar de que los conceptos golosina han cambiado. Hace cien años Spengler planteaba la historia de las grandes civilizaciones en el contexto de una especie de ciclo vital que iba de la eclosión hasta la muerte, pasando por un inevitable ciclo de decadencia. Con aquel estilo ampuloso y siempre un poco embarullado de los nietzscheanos, Spengler consideraba que la clave de la decadencia de Occidente radicaba en el declive del espíritu fáustico, es decir, de la transgresión de los límites, del ir más allá de las imposiciones naturales. Querer forma parte de este espíritu fáustico, pero, como muy bien explica el mito de Ícaro, puede tener consecuencias fatales. De hecho, uno de los primeros usos que tuvieron los aviones a comienzos del siglo XX fueron los bombardeos...

A nivel político, creía que la principal consecuencia política de la decadencia del espíritu fáustico había sido la entronización de las masas como nuevo sujeto político. Más que de una animadversión contra la idea fundacional de democracia, la época a la cual estamos haciendo referencia participaba de una sospecha hacia aquel nuevo sujeto colectivo. Como Nietzsche, denunciaba la ilusión de la libertad en un sentido moderno. Según Spengler, la masa de comienzos del siglo XX no se daba cuenta de que la verdadera arma de la prensa, por ejemplo, no era aquello que decía, sino justamente aquello que dejaba de decir. Las masas de 1921, para redondear la referencia cronológica, daban miedo a la mayoría de intelectuales. Los totalitarismos de derechas o de izquierdas todavía no habían eclosionado, pero es evidente que el huevo de la serpiente se estaba incubando en medio de aquellas marabuntas sin rostro, magmáticas, que llenaban las calles con cualquier excusa y buscaban un guía a toda costa.  

Justo un siglo después, y con otro lenguaje, seguimos preocupados tanto por la idea fáustica de transgresión como por la de decadencia. Hay pocas cosas más transgresoras que trasplantar un corazón o irrigar el desierto, pero solo nos apetece destacar las consecuencias negativas de este ir más allá de los límites impuestos por la naturaleza. Así, cambiando la tesis de Spengler de hace cien años, consideramos que la causa de nuestra decadencia, la del siglo XXI, radica justamente en el hecho de persistir en aquel espíritu. Hace solo unos días, leía un artículo de la escritora Elvira Lindo que decía: "Entre todos los negacionismos posibles [...] se trataba de negar cualquier relación entre la pandemia y la manera en que el hombre ha vulnerado los espacios y las especies hasta favorecer la difusión de virus para los cuales nuestro sistema inmunológico no está preparado. ¿No es ridículo —esgrimían—, habiendo existido la peste o la gripe española, relacionar el coronavirus con la deforestación?" Por medio de una argucia retórica más vieja que el ir a pie –anticiparse a una objeción clara e incontestable y así evitar que el interlocutor la utilice para no repetirse– Lindo reproducía una idea falta de fundamentos, pero tan golosa como la de hace cien años, que cerraba el círculo spengleriano que estamos comentando. 

Los conceptos golosina son irresistibles. De dentro del huevo de chocolate sale un juguete y todo. Los matices, en cambio, son percibidos como acelgas sin sal: no solo no son atractivos, sino que generan rechazo. No creo que haya ninguna persona mínimamente razonable y decente que considere positivo el exterminio de animales en peligro de extinción o la contaminación de los mares. Pero cuando llegan los matices –por el simple hecho de tratarse de un proceso transformador la actividad humana también tiene consecuencias no deseables– la golosina conceptual pierde el encanto. O blanco o negro. Me gustaría pensar que este tipo de simplificaciones son políticamente inocuas, es decir, que no generan un marco mental basado en dicotomías primarias. De hecho, y teniendo en cuenta que nos referimos a los años veinte del siglo pasado en relación a los de ahora, me gustaría pensar que, a pesar de las simetrías, la historia no se repite.

Ferran Sáez Mateu es filósofo

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