"En el cenit de una orgía –asegura Baudrillard a Cool memorias–, un hombre susurró al oído de una mujer: «¿Qué vas a hacer después de la orgía?»"
La orgía que menciona Baudrillard es la de la impugnación entusiasta de los límites de las cosas humanas, con la convicción de que son sólo constructos sociales más o menos arbitrarios. Pero cuando, finalmente, parecía que deberíamos sentirnos liberados, nos sorprendemos preguntándonos “Y ahora, ¿qué?” ¿Quizás el psicoanálisis? O, como sugería en 2012 el Museo de Etnografía de Neuchâtel, ahora habrá que preguntarse: “¿Qué est-ce que voces faites tras el apocalipsis?”
¿Vivimos entre la orgía y el apocalipsis?
Después de la orgía hemos perdido capacidad de asombro. No nos sorprende que Stelarc, un artista “posthumanista”, se haya implantado una oreja en el brazo izquierdo, ni que los Lichy, un matrimonio británico de sordomudos, hayan decidido recurrir a la ingeniería genética para garantizar que sus hijos compartan nativamente con ellos la sordomudez porque no se ven como minusválidos son como una minoría cultural. No nos sorprende que el psicólogo americano Gregg Furth se haya querido amputar una pierna sana para manifestar su dominio sobre su cuerpo, ni que Tom Peters, de 32 años, se considere transespecie y afirme sentirse como un cachorro dálmata. Aunque la estadounidense Jewel Shuping, para hacer realidad su sueño de ser ciega, se haga verter sobre los ojos un líquido corrosivo. Aunque Sonja Semyonova se declare “ecosexual” y mantenga una relación erótica con un árbol. Aunque Salvatore Garau, artista plástico, haya vendido en una subasta pública una escultura invisible titulada Delante de ti por 28.000 euros. Aunque la Sociedad Estadounidense para la Prevención de la Crueldad hacia los Robots (ASPCR) sostenga que “los robots también son personas” y que no se les puede privar de sus derechos.
Como ya no nos sorprende ni nuestra falta de asombro, el mito de nuestro tiempo es el de Erisícton, el rey de Tesalia que se atrevió a talar un árbol sagrado de Deméter para decorar el artesonado de su sala de banquetes. La diosa ordenó a la Gana que tocara el vientre de Erisícton, y desde ese momento el rey no dejó de comer. Acabó vendiendo todo lo que poseía para conseguir comida y, en poco tiempo, se convirtió en un mendigo que devoraba inmundicias por la basura hasta que, finalmente, dominado por un hambre autófaga, se comió a sí mismo.
Respecto al apocalipsis, parece evidente que los colapsólogos ocupan cátedras universitarias y que hay gente muy sabida que nos asegura que los humanos somos un organismo patógeno del planeta. Si la ciencia ficción es la mitología de la tecnología moderna, entonces, como dice Ursula K. Le Guin, es un mito trágico. La esperanza parece haber abandonado su honorable lugar entre las virtudes para ocupar uno entre los vicios. Tanto es así que es vista por ciertos ecologistas como una expectativa engañosa, un apego a lo que no se puede conseguir. Es, nos dice Lauren Berlant, un cruel optimismo, porque refuerza el mismo sistema. Habría entonces que aprender a vivir sin esperanza y concentrarnos en lo que queremos estar ante la catástrofe y la ruina.
El posthumanismo y el transhumanismo se han vuelto ideologías respetables.
Plutarco escribe en una de sus obras morales que cuando Ulises llegó a la isla de Eea visitó la maga Circe acompañado por su tripulación. Circe les invitó a un banquete, pero embrujó la comida y convirtió a los marineros en cerdos. Ulises logró convencerla para que les devolviera su forma humana, pero uno de los marineros, Gril·lus, había descubierto que era más cómodo vivir de los bienes de la naturaleza que apresurarse en los trabajos de los humanos en el áspero Ítaca. Los animales, decía, viven rodeados de lo necesario, mientras que el hombre, ese ser insaciable, no deja de trabajar. Son también más nobles, puesto que se resisten a convertirse en esclavos; no emplean ni trampas ni engaños; son más felices y más virtuosos. Tanta ventaja encontró a la naturaleza de cerdo, y tanta mejora y bondad, que escogió quedarse así y despreciar a su patria.
Contra este cerdo satisfecho se posiciona a John Stuart Mill en El utilitarismo con un argumento famoso: “Es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho; es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un loco satisfecho”. Mill consideraba evidente que ningún ser humano en sus caudales querría cambiar la complejidad de su vida por la vida lineal de un feliz imbécil. Esto es exactamente lo que parece que ha dejado de ser evidente.