Hace meses que se queja de que siente mucho dolor, pero el médico dice que en la radiografía todo se ve bien. La ecografía y la resonancia magnética tampoco muestran ninguna lesión. La electromiografía sale bien. El análisis de sangre es impecable. Y la retahíla de pruebas que le harán tampoco mostrarán alteración alguna. Harto de los médicos, irá a un fisioterapeuta, después a un osteópata, y poco a poco irá resbalando por el camino de la medicina alternativa, que tantas veces es de no retorno.
Sufre dolor crónico y no se sabe la causa. Mi vecina, mi amigo, mi compañera de trabajo, el señor que pasa por la calle y el otro de más allá. Más o menos, se calcula que sufre dolor crónico un tercio de la población occidental. Se dice rápido.
A menudo, no es solo que el dolor le boicotee la vida profesional, le dificulte la vida social, haga saltar por los aires sus planes de futuro y tiña de amargura su presente. Es que, además, no todo el mundo se lo acaba de creer. Despierta sospechas en el trabajo, pero también entre los familiares, los amigos e, incluso, los profesionales sanitarios. Unos creen que exagera, otros sostienen que somatiza y le recomiendan visitar a un psicólogo, y otros opinan que, directamente, se lo inventa para llamar la atención o conseguir algún tipo de ventaja.
A veces tiene suerte y la enésima prueba revela la causa del dolor. Pero otras muchas no es tan afortunado. Sufre, pues, injusticia epistémica, un fenómeno descrito por Miranda Fricker en el 2007 y que, diez años más tarde, se aplicó al ámbito sanitario en un artículo de la revista Bioethical Inquiry (Buchman, Ho y Goldberg).
La injusticia epistémica consiste en no otorgar a los relatos de ciertas personas la credibilidad que merecen. Se trata, pues, de un fenómeno en la intersección entre la ética, que estudia lo bueno y lo justo, y la epistemología, que estudia qué condiciones debe cumplir una experiencia para que sea considerada una fuente de conocimiento fiable: a las personas que sufren injusticia epistémica no se las toma en serio, no se hace el caso que convendría a lo que explican. Las causas pueden ser múltiples. Por ejemplo, que pertenezcan a un colectivo menospreciado en su contexto o bien que lo que expliquen choque con el marco epistemológico predominante del momento. Es sobre todo esta segunda razón la que explica que se dude de la realidad de los pacientes con dolor crónico.
En Occidente, progresivamente fue extendiéndose la idea de que cualquier patología forzosamente debía tener una causa identificable. Foucault, en su influyente Historia de la clínica (1963), trazaba una genealogía de esta idea, en la que habían tenido un papel destacado, entre otros, el tratado de anatomía De humani corporis fabrica (1543) de Andreas Vesalius, que presentaba el cuerpo como "mecanismo", la Sexta meditación de Descartes (1641), donde el filósofo francés sugería que la persona enferma es comparable a un reloj roto, y la visión del cuerpo que se difundió a partir del médico francés Bichat (1771-1802) según la cual detrás de toda patología subyace una lesión en los tejidos que potencialmente debe poder observarse en el cuerpo.
El paradigma biomédico actual es deudor de este enfoque, que ahora nos parece obvio. Por eso, la imposibilidad de identificar la causa del dolor –u otras afecciones– desafía este modelo epistemológico imperante. Ahora bien, esta imposibilidad nos puede llevar a dos actitudes muy diferenciadas: podemos fruncir el ceño, dudar del paciente y cuestionarlo, o podemos adoptar una actitud de humildad epistémica, es decir, creer que existe una causa potencialmente identificable aunque, en estos momentos, no disponemos de los medios para detectarla.
Cada una de estas dos actitudes conlleva sus correspondientes consecuencias, también muy diferentes: si se duda del paciente, se lo deslegitima. Y esa deslegitimación es aún mayor si quien duda en primer lugar es el profesional sanitario; entonces, el entorno afectivo y profesional del paciente se siente con más argumentos para cuestionarlo. Este cuestionamiento tiene efectos morales y psicológicos –humilla al paciente–, sanitarios –se le priva el acceso a los recursos sanitarios que le corresponderían– y económicos –se le deniegan ayudas–. En cambio, si se adopta una actitud de humildad epistémica, el paciente se siente reconocido y comprendido, lo que suele cambiar radicalmente su vivencia del dolor crónico, incluso en caso de que su dolor no disminuya. Precisamente ser escuchado y sentirse comprendido es una de las razones por las que muchos pacientes con dolor crónico optan por la medicina alternativa incluso cuando no contribuye a paliar sus síntomas. Así, hoy, que celebramos el Día Mundial del Dolor, es una buena ocasión para que tanto los profesionales sanitarios como el resto de ciudadanos tengamos presente que podemos hacer mucho para mejorar la vida de los pacientes malditos por el dolor crónico: tomárnoslos en serio. Seguro que hay personas que se inventan que sienten dolor, por supuesto. Pero soy de la opinión de que el daño que hacemos dudando de las personas que realmente lo sienten es mucho mayor que el hacemos creyéndonos la mentira.