El presidente de la Generalitat, Salvador Illa, junto a Alícia Romero, consejera de Economía y Finanzas, y Ramon Espadaler, consejero de Justicia, durante la primera reunión del Consejo Ejecutivo.
05/10/2024
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Se habla a menudo de los partidos políticos como organismos autoconscientes, determinados por su carácter e incluso su “genética”. Cuando en ERC hay una crisis, como los historiadores nos recuerdan las trifulcas entre Macià, Companys y Tarradellas, como si no hubiera pasado un siglo. Cuando Junts se pone maximalista, los añorados de CiU brindan el recuerdo del pactismo pujolista pensando que Puigdemont o Turull, al final, no podrán traicionar su ADN. Pero lo cierto es que la historia es un proceso dinámico, que detrás de las siglas hay individuos concretos y que las circunstancias pesan más que la tradición. Hablar de política en términos de genética puede llevarnos a un absurdo determinismo.

Es mucho más sensato hablar de partidos grandes y pequeños, bien o mal organizados, porosos o dogmáticos. Puede haber éxitos fulgurantes y grandes estimbadas, que a menudo se asocian a momentos políticos excepcionales oa hiperliderazgos que pasan abajo como una estrella fugaz. Pero la durabilidad, lo que da continuidad a unas siglas, depende de otras virtudes: estructura, formación, maduración de los idearios y estrategias, olfato para saber qué quiere el electorado, la dosis justa de cinismo. Son cualidades homologables a las de una empresa privada y, en principio, la ideología, a pesar de estar ahí, no ejerce un peso decisivo.

CDC y el PSC han sido las dos maquinarias mejor engrasadas de la política catalana en las últimas décadas. Y ahora, mientras Junts intenta redefinirse sobre bases nuevas, es el PSC quien ocupa el trono en solitario. Su éxito se debe a tres factores: primero, la resistencia. Porque en sus horas más bajas (en el 2015, recordémoslo, el partido sobrevivía con 16 diputados en el Parlament y 4 concejales en Barcelona) aguantó gracias a la estructura, la disciplina –pese a algunas defecciones individuales– y la base municipal. En segundo lugar, ideológicamente posee una elasticidad envidiable, que utiliza con astucia y sin miramientos. Tercero –y muy importante–, detrás está el PSOE. ¿Y la genética? Podríamos decir que el hecho de que el PSC naciera de la fusión de tres fuerzas políticas distintas le ha ayudado a gestionar la pluralidad, pero todos los partidos grandes tienen historias similares.

Pero el milagro genético catalán no es el PSC: es Unió Democràtica. Aquí sí que convendría que los politólogos y los bioquímicos nos contaran cómo, tras el derrumbe del viejo partido de Duran i Lleida, tenemos un consejero de Justicia democristiano como Ramon Espadaler en el gobierno socialista de Illa; otro democristiano como Antoni Castellà como nuevo hombre fuerte de Junts (según explicaba Núria Orriols en este diario), y otro, Josep Sánchez Llibre, al frente de la patronal catalana.

Pese a su respetable pasado republicano, la moderna UDC fue un partido-lobi que vivía cómodamente como socio menor de la coalición CiU, con una cuota de poder garantizada sin necesitar el aval de las urnas, y con el plus (sobredimensionado) de pertenecer a la extinta internacional democristiana. Ahora bien: Cuando CiU se rompió, Unió sobrevivió apenas un año. Medio partido se marchó a Junts y el otro medio quedó leal a Duran, que se estrelló en las elecciones del 2015 con un 1,7% de los votos. Y ahí acabó UDC. Pero su herencia genética es muy poderosa y algunos de sus dirigentes han encontrado a nuevos huéspedes para hacer la vivo-vivo. Con Espadaler, Castellà y Sánchez Llibre se puede decir que el fantasma de Unió sigue influyendo en la política catalana, sin votos pero con poder. Como siempre.

PS: Puesto que hablamos de genética y poder, con todo lo que estamos sabiendo esta semana, y lo que seguramente sabremos pronto, conviene reafirmar, con Ortega y Gasset: delenda este monarquía.     

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