¿Vuelve la guerra lingüística?

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Catálogo de series y películas a la plataforma digital Netflix .

Dicen los expertos que la globalización lleva inexorablemente a la uniformidad lingüística. Cierto. Solo hay que ver la cantidad de anglicismos que penetran en el italiano o las dificultades del francés para sobrevivir en un mundo en el que la lengua de Shakespeare se ha convertido en la lingua franca del planeta. En este contexto, no hace falta ni decirlo, las lenguas minoritarias como el catalán lo tienen todavía más difícil para no quedar reducidas a una versión moderna del "oscuro diálogo entre payeses" del que hablaba el falangista Giménez Caballero. Y todavía más si el modelo lingüístico del Estado plurilingüe que lo tiene que amparar no lo dota de especial protección. Porque, a veces, el reconocimiento legal de la oficialidad de una lengua –que supone que los poderes públicos la pueden imponer a todo nivel– no es suficiente y puede acabar conduciendo en la práctica a situaciones como la de Francia, donde la carencia de oficialidad comporta un respeto muy limitado por la opción lingüística de las minorías y una política lingüística que oscila entre la más absoluta inhibición de los poderes públicos y la promoción o el fomento en algunos sectores como la enseñanza.

Precisamente, estos días, la polémica sobre la futura ley del audiovisual –que tiene que servir para transponer la directiva europea sobre la materia– ha vuelto a abrir el debate sobre estas cuestiones. Parece del todo lógico que, vista la realidad plurilingüe del Estado –dejando de lado otras razones asociadas a la voluntad de crear determinados hubs industriales del sector–, la futura ley previera que las plataformas de vídeo bajo demanda (Netflix , Disney+ o HBO) tuvieran un porcentaje mínimo de su catálogo disponible en catalán, euskera o gallego, ya sea porque es la versión original del contenido o porque se ofrece doblada y subtitulada. Pero no parece que los rectores del área en el gobierno español hayan pensado en ello, y ahora toca remar, como siempre, para cambiar la situación. 

Obviamente se trata de una cuestión de sensibilidad, y de equilibrio, entre culturas hegemónicas y minorizadas. Pero esto también se concreta en las leyes. Así, para empezar, hay que tener presente el pecado original: los padres de la Constitución optaron por instituir un modelo lingüístico aparentemente abierto, puesto que no se mencionaba el castellano –lengua oficial en todo el Estado y de obligado conocimiento–, excluyendo cualquier posible monolingüismo territorial, mientras que el resto de lenguas distintas a esta tenían que constar como oficiales en los respectivos estatutos de autonomía. Se consagró así lo que se conoce como principio de territorialidad lingüística, que impedía que en España las lenguas como el catalán tuvieran un estatuto personal o que, como sucede con el francés en Canadá, dispusiera de rango oficial en todas partes. 

Así pues, de forma un poco engañosa, la Constitución hacía aparecer el tema de las lenguas minoritarias como si se tratara de una cuestión enteramente disponible para las comunidades autónomas que disponían de ellas, si bien, además de las servidumbres que comportaba la oficialidad del castellano en todo el Estado, olvidaba una cuestión capital: la utilización de estas mismas lenguas en las instituciones comunes del Estado (la administración general, el TC, las Cortes Generales, etc.), que, en algunos casos, pasaría a regularse de manera dispersa en algunas leyes, si bien de forma limitada o excluyente. Es por eso que, de vez en cuando, hay quien postula una “ley de lenguas” en el Estado, lo cual, a mi parecer, situaría el catalán con el bable en una ley, mientras el castellano seguiría regulado en la Constitución. 

Con los años, ya se ha visto que la realidad es más desalentadora que todo esto. Este modelo lingüístico tiene como clave la oficialidad del castellano a todo el Estado, que, a la larga, se quiere imponer como “lengua común”. En Catalunya, aún así, durante años se aceptó una cierta preferencia lingüística por el catalán derivada no solo del carácter de lengua propia de Catalunya, previsto en los Estatutos de 1979 y 2006 –que algunos se empeñan en negar incluso desde el punto de vista sociolingüístico–, sino sobre todo de la necesidad –reconocida por el mismo TC– de normalizar el catalán después de siglos de postergación y prohibiciones. Pero esta praxis, que está, entre otros lugares, en la ley de política lingüística de 1998, se acabó con la sentencia del Estatut del 2010. Y en muchas sentencias que han venido después, que son tributarias, por ejemplo en el ámbito educativo, que afirman con rotundidad la igualdad entre castellano y catalán negando los efectos derivados del carácter de lengua propia del catalán, y que consideran sin pudor que la etapa normalizadora ya se ha acabado, desconociendo deliberadamente la realidad sociolingüística del país. 

En realidad, no nos engañemos, el problema, ahora como antes, radica en la concepción prevalente del castellano, un hecho constitutivo de la intransigencia que está en la base, junto con otros factores de orden político más coyunturales, de la inhibición –o directamente de la incomprensión atávica– hacia la diversidad lingüística, a pesar de que tenemos que admitir –frente a algunas visiones apocalípticas– las innegables mejoras experimentadas en los últimos años en cuanto al conocimiento y la extensión del uso del catalán.

Joan Ridao es profesor de Derecho constitucional de la Universitat de Barcelona
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