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FABRIZIO BENSCH / REUTERS

Por razones de higiene mental y de salud democrática, me mantengo al margen de Twitter y de cualquier otra red social. Como, con todo, leo cada día la selección de tuits que publica el ARA en su página 2, soy consciente de que en la red del pajarito hay tuiteros llenos de ingenio y de agudeza, capaces de resumir en muy pocas palabras un argumento, una reflexión, un comentario a menudo irónicos y brillantes. Pero, por ejemplo en relación a la pandemia, me ha parecido que las redes más bien aumentaban las falsedades y los discursos del miedo. En cuanto a la política, y más en concreto a la política independentista, creo que Twitter y compañía se han convertido en ágoras muy propicias a la descalificación, el insulto y el exabrupto, formulados a menudo desde el anonimato y casi siempre desde la impunidad o, si lo prefieren, desde la irresponsabilidad. Desde la certeza que nadie te pedirá cuentas por lo que has escrito, vaya.

De hecho, ni siquiera hay que frecuentar Twitter para darse cuenta del problema que intento señalar. Basta con que aparezca en un diario convencional o digital un artículo sobre el 90º aniversario de Esquerra Republicana y encontremos que, entre los comentarios suscitados por aquel texto, las acusaciones de traición son moneda corriente, las interpretaciones conspirativas proliferan, y abundan hasta la náusea los insultos dirigidos a Companys, Tarradellas, Gabriel Rufián o Joan Tardà. Este último publicó hace un par de meses el libro titulado En defensa propia con objeto de replicar el alud de improperios que, según parece, le dirigen desde hace años sectores del independentismo más hipercalórico.

No sé si esto empezó el convulso 27 de octubre de 2017, con las “155 monedas de plata” de Rufián y con la apresurada indignación contra Puigdemont de algún entonces alcalde del PDECat, transmitida también vía Twitter. Es evidente que la pugna, la rivalidad, incluso el rencor entre el espacio convergente y Esquerra venían de mucho más atrás, como mínimo de la formación del tripartito de Maragall en 2003. También desconozco, y no me interesa nada, la contabilidad de los agravios: si las veces que, desde el ámbito de Junts, se ha tildado de botiflers, vendidos, capituladores o autonomistas a los dirigentes o los planteamientos de ERC suman más o menos que las veces que voces republicanas se han referido a la gente de Junts como frívolos, conversos, derechistas, pujolistas, etcétera. O si, en materia de traiciones a la causa, es más grave haber votado los presupuestos de Pedro Sánchez o haberse repartido la Diputación de Barcelona con el PSC.

Aquello que me parece relevante es que esta dinámica tóxica no queda circunscrita en las redes, sino que contamina la política real. Porque los medios de comunicación clásicos se hacen eco del fragor en Twitter e, inevitablemente, lo amplifican. Y, sobre todo, porque numerosos políticos viven demasiado pendientes del móvil –o de las cuentas que maneja su community manager– y, muchas veces, se posicionan o deciden en función de lo que dicen (o por temor a qué dirán) las redes sociales, como si fueran la opinión pública.  

Las pugnas por la hegemonía dentro de un mismo espacio político y electoral son inevitables, igual que las rivalidades personales y las batallas por el protagonismo, envenenadas en este caso por el exilio de unos y el encarcelamiento de los otros. Ahora, que al nivel de las bases militantes y activistas exista entre los dos grandes partidos independentistas este grado de hostilidad, de fobia y de desprecio que hace hervir las redes, esto no solo dificulta la investidura de Pere Aragonès, sino que hipoteca la posibilidad de un gobierno estable, cohesionado y eficiente a lo largo de la próxima legislatura. Una vez hayan conseguido (esperemos) elegir presidente y formar el consejo ejecutivo, los dirigentes de los dos campos tendrían que priorizar un esfuerzo serio y sistemático para hacer pedagogía entre los suyos y desactivar –en lugar de alimentar– la dinámica cainita en Twitter... y más allá. En caso contrario, si no es en abril será en noviembre, y si no el año que viene, pero el independentismo acabará haciéndose mal. Mal de verdad, quiero decir; de aquel que puede dejar una causa fuera de combate durante toda una generación.

Dicho esto, la sinceridad me obliga a añadir otra cosa, relativa a las negociaciones Junts-ERC de estos días. El Consell per la República, como antes el Pacte Nacional pel Dret a Decidir y otros órganos de deliberación o consultivos existentes desde 2013, merece todos mis respetos, pero es una organización privada que en ningún caso puede sustituir ni siquiera eclipsar al protagonismo del Parlament de Catalunya. Solo el Parlament ha sido elegido por el voto –o la abstención– del conjunto de la ciudadanía. Solo el Parlament está facultado para investir al presidente y controlar el gobierno. La idea de una doble legitimidad es democráticamente inaceptable y devastadora.

Ala, y ahora ya pueden los pretensos zelotas de la causa afilar los dedos y empezar a insultarme en Twitter. Ni lo leeré, ni me importa lo más mínimo.

Joan B. Culla es historiador

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