Tras el debate que provocó la serie documental Generación porno de TV3, en las últimas semanas también se ha hablado de la hipersexualización en las redes sociales, las modelos generadas por IA con miles de seguidores o las imágenes de niños modificadas con IA para consumo pornográfico. Vivimos en la era del hipersexe. Es el estallido de un sexo-fantasía hipertrófico, un sexo-consumo mediatizado que va añadiendo capas de distorsión –que sobre todo perjudican a las mujeres ya los más jóvenes–. Mientras, los beneficios económicos de los que están al otro lado de las pantallas, de nuestras fantasías, siguen aumentando. Un "Me gusta", uno match, un mensaje, una visualización más. Y a hacer caja.
Del OnlyFans (la plataforma británica de artistas donde sobre todo triunfa la performance pornográfica) en sexting (el sexo verbal que se escribe con tinta digital y se complementa con selfies explícitas), pasando por las apps de todo tipo de citas o los “trampas para sedientos” (thirst traps) de TikTok e Instagram, los contenidos digitales relacionados con el sexo no paran de ganar terreno. Si todo lo vinculado –en mayor o menor medida– al sexo ocupa cada vez más bytes es porque la fantasía también es una parte indispensable de nuestra sexualidad. Es lo de las teorías de los subuniversos que desarrollaron William James primero y Alfred Schütz después: necesitamos hacer inmersiones en los submundos imaginarios que nos permiten tolerar lo cotidiano. Precisamente es por esta importancia de la fantasía que el mundo digital no deja de crecer –la sumisión llega a menudo por vía de la necesidad–. Gracias a la tecnología, nuestros (sub)mundos se ensanchan y se llenan de posibilidades, que pueden acabar materializándose o no, pero qué consecuencias puede tener abrir de par en par las puertas de nuestros subuniversos mentales a empresas que en ¿quieren sacar un rédito económico?
Inevitablemente, uno de los temas que más cola han traído del debate Generación porno es el de la esencia y la deriva digital de la pornografía. Algunos defienden su carácter subversivo, pero si el porno puede tener capacidad subversiva es, básicamente, porque el sexo tiene. El sexo es un espacio –un subuniverso– con unas reglas de juego propias, flexibles y ligadas a la creatividad: en un encuentro sexual podemos consentir cosas que no permitiríamos en otro contexto. Ahora bien, la industria del porno (el gratuito, el que se cuela por todas las rendijas) se encuentra exactamente en la intersección donde confluyen el cibercapitalismo y el patriarcado. Y esto hace que pierda su posible potencia subversiva. Es más, la propia etimología de la palabra pornografía es indisociable de los cimientos de la estructura patriarcal. La palabra proviene de un compuesto en griego antiguo formado por pornē (prostituta, originariamente comprada, seguramente porque se refería a las esclavas sexuales) y graphein (escribir): "Escribir sobre prostitutas". Quizá sea debido a esta perspectiva heredada –que todavía planea sobre el porno– que las mujeres tenemos muy interiorizados los estereotipos faciales, guturales/vocales y posturales que excitan a los hombres. Y quizá sea por ese mismo motivo que cuando describimos el sexo con un hombre con la expresión “ha visto demasiado porno” no suele ser un halago. Ve que parte del origen de la brecha orgásmica no sea etimológico.
"Mierda de patriarcado, hostia, es que no avanzamos ni datos por el culo. Enradera, vamos, como los cangrejos". Estas son las reflexiones de Laura, un personaje que suelta un discurso encendido sobre el porno en La otra, de Marta Rojals. A pesar de la aparente madurez que está alcanzando el feminismo, ¿no vamos adelante, pues? Quizás no del todo. Aunque es cierto que, en algunas cosas, parece que el feminismo avance a paso firme, el progreso moral no existe. Al menos, esto es lo que defienden algunos teóricos, como el filósofo político John Gray. O para matizarlo un poco: el progreso moral existe sólo parcial y temporalmente, es una especie de espejismo que puede desaparecer en cualquier momento. Nos lo demuestran la historia y nuestro presente (los exiliados, las guerras, los partidos y los personajes políticos que se levantan como si no hubiéramos aprendido nada). Pero también nos lo demuestran acciones aisladas cotidianas, que pueden desmontar la fantasía del progreso moral en un instante. El feminismo, ahora diré una obviedad, se ha desarrollado a base de producir y difundir conocimiento. Y puesto que el conocimiento es acumulativo (el progreso del conocimiento sí que es un hecho), hemos ido sacando adelante. Pero éste es el feminismo teórico, el de manual. La ética, la moral, la vida van por otro lado.
En nuestro día a día hay indicios que apuntan a que quizás es cierto que "no avanzamos ni datos por el culo": la irrealidad de las imágenes creadas o retocadas con IA, que nos hace detestar a nuestros cuerpos demasiado reales; los mares de ácido hialurónico y las colonias desbocadas de la bacteria Clostridium botulinum que se inyectan las mujeres jóvenes y las que no quieren –o no pueden– dejar de serlo; la cantidad arrolladora de “trampas para sedientos” de TikTok e Instagram colgados “libremente” para obtener más likes; o la fina línea de muy alta tensión que separa el empoderamiento de la hipersexualización (la deriva de la pornografía en internet y sus innegables consecuencias quedan pendientes para otro día).
Y una última obviedad: prácticamente todos los gigantes tecnológicos –de Meta a Pornhub, pasando por OnlyFans o Snapchat– han sido creados y son comandados por hombres. Que el triunvirato formado por el patriarcado, el capitalismo y la industria digital no nos haga pasar gato por liebre.