Inteligencia policial al servicio de la ultraderecha

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En el año 2001, en la operación Dátil, vinculada a los atentados del 11-S, Baltasar Garzón inauguró el uso de la llamada prueba pericial de inteligencia policial. Desde su inicio, la abogacía crítica cuestionó aquel tipo de informes, que empezaron a usarse con el pretexto de aclarar las estructuras y los métodos de las organizaciones terroristas investigadas, para acabar derivando en informes muy predeterminados sobre la adscripción ideológica o religiosa de los encausados.

De golpe, el uso de aquel tipo de informes, surgidos en un contexto de guerra contra el enemigo terrorista, fue adoptado por las fiscalías de delitos de odio, que vieron en ellos un potencial muy útil: perfilar la ideología de los autores para blindar el móvil discriminatorio del delito. El manual del 2015 sobre investigación de los delitos de odio de la Fiscalía de Catalunya recomendó su uso, y citaba el ejemplo del análisis de la simbología empleada por los grupos de extrema derecha. Aquel mismo año, el protocolo del ministerio del Interior sobre delitos de odio también predicó la utilidad de analizar unos “indicadores de polarización” que se inspiraban en los indicadores sugeridos por la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI), que habían sido pensados para los ataques cometidos contra colectivos vulnerabilizados.

Estos “indicadores de polarización” empezaron a emplearse en todas las investigaciones por delitos de odio, incluidos los polémicos procedimientos cometidos por discriminación ideológica. El Procés disparó la alarma por las estadísticas del ministerio del Interior sobre delitos de odio por ideología, que nadie acababa de saber sobre qué supuestos se fundaban. En mayo del 2019, la circular 17/2019 de la Fiscalía General del Estado sobre interpretación de los delitos de odio aclaraba definitivamente la cuestión: los delitos de odio ya no eran una herramienta para proteger a las minorías, sino una herramienta para combatir la intolerancia, y, por lo tanto, cualquier acto motivado por el antagonismo ideológico pasaba a ser un delito de odio y, de rebote, los nazis y la gente de extrema derecha pasaban a ser sujetes protegidos.

La plasmación de aquella postura interpretativa coincidió en el tiempo con la entrada de Vox en el Congreso de los Diputados, lo cual auguraba una peligrosa deriva, como ha acabado aconteciendo. Aquel partido y otros sectores ultraconservadores supieron ver en ella una gran ventana de oportunidad política y comunicativa, y empezaron a perseguir “la foto” de la izquierda intolerante y violenta. La dinámica consistía en lanzar discursos hirientes para, a continuación, hacer acto de presencia en barrios o espacios donde sabían que serían mal recibidos, para obtener un escenario de confrontación que les permitiera obtener imágenes de personas reaccionando de manera irascible y hostil. Después se activaba la denuncia y el proceso judicial, en el que el objetivo era buscar el precedente jurídico de un partido de ultraderecha como víctima de un delito de odio.

Uno de los muchos procedimientos judiciales provocados por esta calculada dinámica es el caso del vecindario del Raval, encausado por haber hecho un escrache a dos parlamentarios de Vox días después de que estos denigraran los barrios multiculturales denominándolos “estercoleros”. En este caso, la Fiscalía de Delitos de Odio pidió a la Brigada de Información de los Mossos d'Esquadra que elaborara fichas individuales de perfil político de los activistas encausados. Por su parte, la Brigada de Información de la Policía Nacional, por iniciativa propia, también hizo un informe sobre “indicadores de polarización”. Sostuvo que el escrache constituía un delito de odio, entre otras razones, por la propia percepción de las víctimas, por la presencia de una bandera roja y una violeta, por el hecho de que los encausados ya habían asistido a otras protestas contra Vox o por el hecho de que el ataque hubiera sido gratuito.

Este caso paradigmático impone varias reflexiones. La primera versa sobre la licitud de que los cuerpos policiales estén haciendo informes de perfil político de activistas de izquierdas, en los cuales la asistencia previa a protestas contra la extrema derecha sea un ítem negativo, y, en cambio, no se consigne ningún aspecto positivo sobre la trayectoria de compromiso social de estos activistas. La segunda pasa por alertar del hecho de que las denuncias por delito de odio hechas por actores de extrema derecha están provocando que los cuerpos policiales realicen estos informes, a los cuales los denunciantes, a través de sus representantes legales, pueden tener acceso, hecho que expone la seguridad de los denunciados. La tercera reflexión pasa por el peligro derivado de la aplicación acrítica de los mencionados “indicadores de polarización”, que está permitiendo que las brigadas de inteligencia de los cuerpos policiales califiquen de ataque gratuito un acto de protesta política o interpreten como indicador de polarización la exhibición de cualquier símbolo o consigna política.

La Fiscalía de Delitos de Odio, ante las crecientes críticas a sus criterios interpretativos sobre los delitos de odio, se ha amparado una y otra vez en su necesaria neutralidad. A pesar de esto, la realidad es que sus criterios están permitiendo que se equipare la violencia discriminatoria a la protesta política, que se encause a reconocidos activistas racializados por delito de odio contra la extrema derecha y que se consolide la práctica policial del perfil político. En los tiempos que corren, parece ser que la neutralidad está jugando peligrosamente a favor de la extrema derecha.

Laia Serra es abogada penalista
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