Quizás de forma optimista, algunos debates que vi en campaña electoral me gustaron. Ciertamente, una conversación a nueve con la espada de Damocles de unas elecciones cerca no puede tener demasiado fondo. Pero pienso que como país hemos avanzado. Vi más respeto y reconocimiento mutuo entre las diferentes personas candidatas en relación a las anteriores contiendas. Y, sobre todo, se volvió a hablar de modelo de país y de políticas públicas. De cómo se podría hacer frente a la emergencia económica y social una vez se haya estabilizado el reto sanitario. Es verdad que el conflicto nacional-territorial sigue abierto y el hecho de que haya presos políticos y exiliados pone palos en las ruedas para avanzar en todos sentidos. Pero también lo es que después de una década volvamos a oír a nuestros y nuestras políticas hablar de desigualdad, precariedad y pobreza; de servicios públicos y política tributaria; de una estructura productiva debilitada; de la centralidad de los cuidados y desmontar del patriarcado; de las deudas ambientales y la urgente transición ecológica; de la equidad territorial... Todavía tímidamente y de manera anecdótica, con una gramática que quizás no tienen demasiado rodada, en algunos casos demasiado enganchados al programa electoral a modo de argumentario... Pero solo al andar se hace camino.
Aquí no me quiero centrar en repetir el mantra que el debate nacional ha tapado el debate ideológico, que es cierto pero solo en parte. El tema de preocupación es la excesiva focalización en quién (los protagonistas políticos y sus actuaciones) –en las negociaciones para formar gobierno lo vemos claramente–, que deja fuera de la conversación pública el qué y el cómo (las propuestas y cómo se llevarán a cabo). Son responsables los mismos dirigentes de partidos políticos e instituciones públicas (aunque hicieran adelantos en campaña), pero no solo. Sin ir más lejos, y a manera de ejemplo, en el periodismo se ha tendido a empequeñecer el marco de la agenda pública destacando los rifirrafes partidistas; y en la ciencia política, a reducir las temáticas de la transferencia de conocimiento casi de manera exclusiva al análisis y estrategia político-electoral. Y esto se tendría que revertir. No incorporar contenidos sustantivos en la deliberación pública nos lleva a un callejón sin salida como país, a cerrarnos horizontes posibles. Dos posturas extremas dibujan los peligros de la reducción deliberativa.
Una primera, pensar que el diseño y la implementación de las políticas públicas son procesos neutrales. Que la decisión depende de la evidencia científica, como si en la ciencia no intervinieran elementos valorativos. Y que la puesta en marcha de las medidas se lleva a cabo automáticamente desde la administración pública, entendiéndola como un engranaje perfecto de transmisión directa de lo que se ha decidido en otras esferas. Esta perspectiva llevaría a defender gobiernos tecnocráticos bajo el argumento de que “aquí no importa la política sino la capacidad técnica” (tipo Italia), o a desresponsabilizar a las autoridades públicas, también en el rendimiento de cuentas, en detrimento de sus técnicos de cabecera. Una segunda postura afirmaría que el dirigente político es quien tiene que tomar las decisiones, informadas por su ideología. Restan en un segundo término los datos o la evidencia científica acumulada. Y, todavía más, aquellas aportaciones que se pueden hacer desde la sociedad o desde la misma administración pública. Esta perspectiva llevaría a defender formas de gobierno blindadas frente a la influencia de actores sociales, económicos o científicos remarcando la independencia del poder público. Liderazgos fuertes, casi mesiánicos; en definitiva, derivas autoritarias. Ciertos gobiernos negacionistas podrían entrar en esta tipología (Díaz Ayuso o Bolsonaro).
Hay una tercera postura que desde mi punto de vista es la que colectivamente tendríamos que transitar. Parte de la premisa de que el proceso de elaboración pero también el de implementación de políticas públicas está atravesado por la política. Junto con el liderazgo político (con una dimensión más estratégica que partidista), nos hacen falta importantes dosis de evidencia científica, de datos y de conocimiento resultante de una acción pública previa (y, sobre todo, entendiendo la ciencia desde una perspectiva amplia), pero también necesitamos las aportaciones que puedan venir de la ciudadanía y la sociedad civil organizada. En este sentido, las intervenciones públicas en pleno siglo XXI tendrían que ir acompañadas de una conversación alargada, no solo para hacerlas más democráticas sino también más eficaces y eficientes, más flexibles y adaptadas al contexto donde hace falta que sean aplicadas. En definitiva, trabajar para mejorar la calidad de la esfera pública tendría que ser responsabilidad y preocupación de muchos.
Gemma Ubasart es profesora de ciencia política de la UdG