Hace unos años, el delito de odio, y la noción misma de odio, se convirtieron de repente en elementos clave de la política española. También de la catalana. Quien los puso en el centro de los enfrentamientos políticos fue Ciutadans (Vox aún no existía, o apenas empezaba) ya continuación se sumó el PP, que durante un tiempo tuvo que ir a rebufo del empuje y el furor patriótico de Albert Rivera, Inés Arrimadas y compañía. Y naturalmente, la prensa madrileña que cada día sale a salvar a España de sus enemigos, y la magistratura convertida en salvaguarda de la unidad eviterna de la nación española, se apuntaron con entusiasmo. Un lazo amarillo podía ser delito de odio. Una pintada o una nariz de payaso podía ser delito de odio. Un mem en las redes sociales podía ser delito de odio. Todo esto era posible gracias a la ley orgánica de protección de la seguridad ciudadana, más conocida como ley mordaza, aprobada por el PP en el 2015 y que hoy en día sigue sin haber sido derogada, pese a que ésta es una de las promesas más subrayadas con las que Pedro Sánchez y el PSOE llegaron al gobierno. La ley mordaza hizo posible la tergiversación del delito de odio: de ser una figura legal pensada para proteger a colectivos y personas especialmente expuestas a la violencia de otros (migrantes, LGTBI, mujeres) se pasó a utilizar para presentar como víctimas sujetas tan desprotegidos como los cuerpos y fuerzas de seguridad, o la propia unidad de España. Para quienes lo vimos, será difícil olvidar el desfile, en el juicio del Proceso, de agentes de policía protegidos por el anonimato, recitando de forma casi mecánica un mismo mensaje: que durante el 20 de septiembre y el 1 de octubre de 2017 habían sentido en su piel miedo y odio (por parte de los catalanes que ellos mismos habían hinchado a palos) como nunca en su vida. Era un mensaje tan memorizado que alguno de los fiscales –los mismos que ahora se rebelan a aplicar la ley de amnistía, en el contexto de derrumbe del poder judicial que contemplan en tiempo real– llegaba a recitarlo en voz baja cuando alguno de los agentes se atascaba, como si los fiscales fueran apuntadores de una mala obra de teatro.
Han pasado algunos años y ahora no es tan frecuente oír la acusación de delito de odio como tal, pero sí las invocaciones al odio como argumento para lo que convenga. Da una pereza sideral mencionarla, pero la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha dado una muestra especialmente alarmante al afirmar que las elecciones catalanas están compradas, y que el dinero que se va a Catalunya (sería más exacto decir que vuelven) se desperdician en “embajadas de países que nunca han existido, que nos odian a todos y que, eso sí, nos pedirán más dinero”. Decir de alguien que te odia es el paso previo para justificar cualquier actuación contra aquél que dices que te odia. Un ejemplo, ese sí de manual, de deshumanización del adversario. Nos hemos acostumbrado a sentir literalmente cualquier cosa de ciertos personajes y de la derecha ultranacionalista, pero hay un punto que ya entra en la incitación a la violencia.