Coincidió en el tiempo, justo antes de Semana Santa, la presentación de dos informes sobre la religiosidad de los catalanes. Se trata de dos trabajos muy distintos de metodología, contenido e intención. Uno es el Informe Laicidad en cifras. Análisis 2024, sobre “Tendencias sobre religiosidad y secularización en España”, de la Fundación Ferrer i Guardia. El otro es la encuesta a 1.600 catalanes promovida por la dirección general de Asuntos Religiosos y realizada por el Centro de Estudios de Opinión, el Barómetro sobre la religiosidad y sobre la gestión de su diversidad, con datos obtenidos entre junio y julio de 2023.
Son dos estudios muy diferentes tanto en el ámbito territorial de análisis –España y Cataluña–, como en la metodología: el primero apoya en fuentes secundarias del CIS y el INE, mientras que el segundo presenta datos propios. Pero se diferencian también por su intención. La Fundación Ferrer i Guardia se muestra interesada en destacar –y aplaudir– los progresos de la laicidad en España, mientras que el de la dirección general de Asuntos Religiosos se interesa por su negociado, la gestión pública de la creciente diversidad religiosa institucionalizada.
La información publicada sobre trabajos tan extensos ha prestado la atención en lo que, por simple, destaca más: el grado de religiosidad. Es decir, las proporciones de quienes a la Laicidad en cifras lo llaman “adscripción de conciencia religiosa” y al Barómetro "identidad religiosa" en respuesta a si se tienen o no creencias religiosas. La diversidad de metodologías, los márgenes de error de las muestras y, sobre todo, las diferencias de composición socioeconómica y política de las respectivas poblaciones pueden explicar muchos de los resultados. Por ejemplo, el hecho de que en España los no religiosos –para simplificar– sean el 41,5% y en Catalunya el 51%. O que sea por razones demográficas que comparando los datos del Barómetro de 2020 con las del actual quienes declaran tener creencias religiosas hayan pasado del 44,1% al 48% y quienes no tienen hayan caído del 54,6% al 51%.
Como curiosidad –y eso sí pediría un análisis a fondo– puede sorprender que el 50% de los chicos de 16 a 24 años declaren tener creencias religiosas, tantos como el grupo de más de 64 años y por encima del resto de grupos de edad, muy por encima de las chicas de esa edad, el 32% y en contraste con las mujeres de más de 65 años que son el 73%. Y también como rarezas, que los más favorables a la cooperación y el diálogo interreligioso sean los simpatizantes de la CUP y En Comú Podem –hasta el 76% y el 70%–, los que tienen menos creencias religiosas.
Sin embargo, la pregunta de mi título, de si los catalanes somos poco o muy religiosos, es mucho más compleja de lo que dibujan estos informes. Lo cierto es que tales estudios se refieren exclusivamente a las creencias en las doctrinas propias de las religiones tradicionales. Y sí, con diferencias notables y con procesos diversos de descuelgue intergeneracional, las confesiones institucionalizadas van de baja. Ahora bien, para ir al fondo de la cuestión debería situarse la reflexión en otro plano.
Efectivamente, si limitamos la creencia o el descreimiento en las religiones tradicionales, los datos son los que proporcionan estos estudios. Pero, para no ir más atrás, Émile Durkheim ya advertía en 1912 a Las formas elementales de la vida religiosa que si bien "no hay ningún evangelio que sea inmortal, tampoco hay ninguna razón para pensar que la humanidad deje de concebir nuevos evangelios" y que "la religión parece llamada a transformarse, y no a desaparecer". Esto, por supuesto, entendiendo como religioso todo proceso de atribución de sentido a la vida, tanto individual como colectiva.
Por eso sociólogos de la religión tan importantes como Thomas Luckman ya estudiaban en La religión invisible (1967) las formas no institucionalizadas de religiosidad. Unas formas que pueden ir desde la “adscripción de conciencia” –por decirlo como la Fundación Ferrer i Guardia– a grandes ideologías como el marxismo o el patriarcalismo, hasta las fuertes adhesiones vitales a estilos de vida como el vegetarianismo oa espiritualidades tipos new age.
Sea como fuere, mientras la religiosidad tradicional va –muy despacio– hacia abajo, las sociedades avanzadas como la catalana son cada vez más crédulas. Ya lo advertía el otro gran sociólogo de la religión, Peter L. Berger, en Una gloria lejana (1992) cuando sostenía que en la medida en que se han socavado los perímetros de las creencias tradicionales, no sólo no se ha reducido el área de lo que requiere la creencia, sino que, paradójicamente, la ha expandido.