Desde que la ANC anunció este verano el argumentario de la manifestación del 11-S, ya se intuía que difícilmente podría ser una concentración unitaria de todas las fuerzas independentistas. A pesar de que hay, teóricamente, una mayoría independentista en el Parlament, la división dentro del movimiento y las estrategias cada vez más distanciadas para lograr el objetivo común han ido enrareciendo las relaciones tanto entre los partidos como entre estos y la Assemblea Nacional. La decisión del president Pere Aragonès, ayer, de no asistir a la manifestación convocada por la ANC porque considera que va "contra los partidos políticos y las instituciones y no contra el estado español" es una buena prueba de ello. Cuando empezaron las movilizaciones del Procés ahora hace diez años ya se planteó el dilema de si el president de la Generalitat tenía que asistir o no a ellas. Artur Mas consideró prioritario preservar su papel institucional. Sin embargo, sus sucesores, tanto Carles Puigdemont como Quim Torra, acudieron sin complejos, y lo mismo hizo Pere Aragonès el año pasado y antes cuando era vicepresidente. ¿Por qué ahora no?
Aragonès considera que la manifestación se ha convocado contra su gobierno, y todo ello se tiene que poner también en el contexto de la manifestación del año pasado, cuando fue abucheado junto con Oriol Junqueras. También juega un papel el actual pulso con Juntos, su socio de gobierno, que le ha planteado un plazo para asumir su estrategia y reconducir el Procés, cosa significa liquidar la mesa de diálogo, o si no la militancia de Junts decidirá una posible salida del ejecutivo. Todo ello mientras se prepara un otoño caliente con más juicios relacionados con la represión al Procés, un quinto aniversario del 1-O que puede traer nuevas movilizaciones y, sobre todo, un entorno mundial bélico, de crisis energética y no sabemos todavía si con resaca pandémica.
Hay una parte del movimiento independentista que está decepcionada y enfadada con sus representantes políticos. No ha digerido todavía lo que ha pasado desde el 2017 y continúa pensando no solo que se habría podido ir más allá, sino que culminar el proceso de independencia es una cuestión de voluntad. Otra parte del independentismo, en cambio, también está decepcionada, pero ha entendido, con tristeza pero convencimiento, que se fue muy lejos pero que no hubo suficiente porque no bastaba con la voluntad ni con las fuerzas acumuladas. Unos y otros, hasta ahora, han compartido manifestación, y muchos lo continuarán haciendo este año, porque comparten el mismo objetivo a pesar de que no las maneras de llegar a él. La divergencia entre los partidos independentistas es hoy desmovilizadora y debilita un movimiento que tuvo su principal argumento en la unidad ciudadana y política.
Sea en la manifestación o en los otros actos convocados por la Diada, quizás las diferentes almas del movimiento independentista harían bien de rebajar la tensión y recordar su objetivo común. Los abucheos a presos políticos o las proclamas antipolíticas llevan al encastillamiento y se corre el peligro de que se genere una corriente próxima al populismo basada en el desprestigio de los políticos y las promesas imposibles de cumplir. En tiempo de decepción y crisis se tendrían que multiplicar los esfuerzos para actuar con responsabilidad desde los movimientos sociales y desde la política. Saber leer que la decepción ciudadana de una parte del independentismo estará en la calle y otra observando desde la distancia sería útil para dibujar el escenario de los próximos años.