Volvemos a ser el oasis catalán protegido del ciclón político peninsular. Quizá, en lugar de oasis, deberíamos hablar de páramo, un descampado informativo que hace que los analistas miren hacia fuera para empaparse de actualidad de la buena, de la que hace suspirar. Mazón, Sánchez, Ayuso, Trump, Musk, Netanyahu, estos son los nombres propios del momento, también de Barcelona. Los únicos catalanes que ocupan portadas son los jugadores del Barça. Como en la época de Cruyff (del Cruyff jugador, el del tardofranquismo). Con el fin del Procés Soberanista se acabó un período de singularidad; había una carpeta catalana en las redacciones, ministerios y despachos con moqueta. Se debatía el estatus del país, también a pie de calle, y quizás el debate no estaba bien planteado, quizás era empalagoso y estéril, todo lo que queráis. Pero la gente, para bien o para mal, se sentía concernida por el futuro del país, mientras que ahora estas inquietudes las hemos externalizado. Hemos preferido dejar las riendas de nuestro destino colectivo y mirar los toros desde la barrera.
Lo sé de primera mano porque los guionistas del Polònia cada vez sudan más para poner la actualidad catalana en el centro de la diana, para parodiar situaciones y personajes de aquí, como es su vocación. Les cuesta mucho, porque la clase política catalana actual es discreta y amodorrada, no hay consellers con perfil público (esto, de acuerdo, ya ocurría en la época de Aragonès), la política “autonómica” no da mucho de sí, y menos mal que el independentismo da munición con sus trifulcas internas. Pero una sátira que se ocupa más de la oposición que del gobierno cojea, no puede hacer bien su papel.
Quizá sea un análisis exagerado porque esta semana han coincidido dos grandes terremotos informativos –Valencia y Trump–, pero creo que todos estaremos de acuerdo en que Catalunya ha perdido presencia, que vive en una especie de exilio informativo bañado en el escepticismo de los electores, que han recogido velas después de años de sobreexcitación por la creencia –tristemente errónea– de que el futuro político del país dependía de sus votos. Ahora, la convicción general es que el futuro del país depende de lo que ocurra en Madrid, y esa es la clave del éxito del PSC de Salvador Illa. También es uno de los motivos que explica su discreta puesta en escena: el president está convencido de que el mar en calma y el desapego lo favorecen, al menos mientras sus adversarios no recuperen el temple.
Pero a Illa le interesa, y mucho, el debate político español. Cree que la supervivencia de Pedro Sánchez es una cuestión de vida o muerte. Está seguro de que la ola conservadora que viene no solo es una amenaza global, sino que, en España, también puede convertir en dogma el panmadrileñolismo de Díaz Ayuso, que, entre otras cosas, puede condenar a Barcelona y Catalunya a la subsidiariedad, por no decir a la marginalidad. Y como Illa no prevé ningún futuro para Catalunya fuera de la órbita española, cree que el mejor servicio que puede realizar la Generalitat es reforzar a Sánchez y facilitarle el apoyo de los nacionalismos periféricos. Son unos socios incómodos y quizás indeseados, pero es que no hay otros.
Quizá por eso lo más relevante que sabemos del gobierno Illa, pasados los famosos cien días, es que se ha comprometido –a regañadientes– a impulsar un sistema de financiación singular para Catalunya. Ni siquiera es su idea. Por el momento, no hay ningún proyecto de país en mayúscula, ninguna estrategia nacional, que no pase por Pedro Sánchez. Y como Sánchez tarde o temprano caerá, esta estrategia es una temeridad insólita para un presidente que, por encima de todo, presume de no ser un temerario.