Lo urgente y lo importante

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Un hombre carga un reloj.

Las preguntas a las que la economía trata de responder son fundamentalmente tres. La primera, formulada sucintamente, es por qué unos países son más prósperos que otros, o, dicho de otro modo, qué hacer para mejorar esta prosperidad. El libro clásico que aborda esta cuestión es La riqueza de las naciones, de Adam Smith, publicado a finales del siglo XVIII, y el último éxito editorial en este campo es Por qué fracasan las naciones, de Acemoglu y Robinson.

Aunque a menudo identificamos la prosperidad con la tecnología, ninguno de los dos libros citados da una particular importancia a la tecnología. De hecho, aunque Smith había coincidido en la Universidad de Glasgow con James Watt –uno de los padres de la máquina de vapor– en La riqueza de las naciones no solo no menciona ninguna de las máquinas que estaban produciendo en ese momento la Revolución Industrial –además de la máquina de vapor, el embarrado, el telar con lanzadera, la hilatura hidráulica, etc.– sino que parece ignorar que en su época el hierro ya no se obtenía con carbón vegetal sino con coque.

La conclusión de esta bibliografía es que la prosperidad no depende de los ingenieros, sino de los políticos. Dicho de otra forma: los países pobres lo son porque están dirigidos por élites que no persiguen el bien de su pueblo, sino su interés personal; en terminología de Acemoglu y Robinson, porque se trata de “élites extractivas”. Resulta oportuno relacionar una anécdota sucedida a un conocido que en los años ochenta ocupó fortuitamente una suite presidencial en el Hotel Plaza de Nueva York; cuando pidió quién estaba dispuesto a pagar una estancia tan suntuosa, la respuesta que obtuvo fue: “Gente del petróleo y dirigentes de países muy pobres”.

La segunda pregunta que debe responder la economía es cómo nos repartimos la prosperidad colectiva. En cualquier manual de historia del pensamiento económico, la posición del economista más importante pertenece a Smith, pero la segunda a David Ricardo, y para este, que publicó sus Principios de economía política y tributación a principios del XIX, "el principal problema de la economía es determinar las leyes que regulan la distribución". De hecho, su activísima vida política estuvo dirigida a acabar con los privilegios de los terratenientes.

Por último, la tercera pregunta es por qué –con independencia de si el país es más o menos rico– unos años son buenos y otros son malos, y cómo gestionar las crisis recurrentes. El economista más célebre en este campo es sin duda John M. Keynes, quien publicó su Teoría general en 1936, como respuesta a la depresión iniciada en 1929.

Creo que no cabe duda de que la primera y la segunda pregunta son fundamentalmente complementarias, y que ambas son mucho más importantes que la tercera. Sin embargo, y como es habitual en la vida corriente, dedicamos siempre más atención a lo que es urgente –qué está pasando ahora mismo, qué pasará el próximo año– que a lo que es importante, y por eso las ideas de Keynes son inmensamente más populares que las de Smith o que las de Ricardo. Sin embargo, las de estos son mucho más importantes.

Todo esto viene a cuento porque nos encontramos en un momento crítico y conviene mantener la perspectiva.

En ese momento son probables bastantes cosas negativas: es probable que la inflación se demuestre persistente porque hemos acumulado una enorme liquidez en los últimos años; es probable que esta inflación genere una espiral de conflictos sociales; es probable que –como en los años setenta– el encarecimiento de la energía y la escasez de ciertas materias primas induzcan una crisis industrial; es probable que la guerra sea larga y, por tanto, nos empobrezca; es probable que los tipos de interés pongan en dificultades a aquellos países –como el nuestro– muy endeudados...

Estos problemas –con los que no contábamos– se están añadiendo a los costes de la descarbonización a los que nos hemos comprometido, que ya eran grandes (y a los de la desnuclearización, si es que la mantenemos).

Desde Catalunya y desde España no podemos hacer nada para evitar ninguna de estas cosas, y desde la Unión Europea, muy poco. Ahora bien, desde Catalunya, desde España y desde la Unión Europea puede hacerse mucho para que las consecuencias sean menores y, sobre todo, para que sean transitorias.

Para ello, la clave es que el reparto de los costes sea equitativo. Si dejamos que sea “el mercado” quien haga el trabajo, ya sabemos que lo que tendremos será mucha injusticia, mucha inestabilidad social y, en consecuencia, una crisis más larga. Hace cincuenta años, enfrentados a una crisis mucho más amenazante que la actual, la generación de los políticos de la Transición –ahora tan cuestionados– fueron capaces de consensuar –en forma de los Pactos de la Moncloa– un reparto. Es exactamente lo que hay que hacer ahora.

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