El ataque salvaje y casi fatal perpetrado a puñaladas contra Salman Rushdie el 12 de agosto en una zona tranquila del estado de Nueva York ha chocado a mucha gente. Los hechos han tenido una gran repercusión, no solo entre los escritores de todo el mundo. Cuando el autor estaba a punto de hablar, la violencia más descarnada irrumpió en un acto literario. Se coló brutalmente en el mundo de las palabras, el pensamiento y la expresión imaginativa, espacios normalmente dedicados a la reflexión en los que la violencia se analiza, se cuestiona, tal vez es objeto de burla, se elude a ella, se entiende.
Rushdie y yo somos amigos desde hace décadas y el impacto del atentado me llevó de vuelta al momento en el que, el día de San Valentín de 1989, unos meses después de la publicación de Los versos satánicos, el ayatolá de Irán promulgó una fatua, una sentencia de muerte, contra Rushdie y sus editores a la cual siguió bien pronto lo que, a efectos prácticos, era una recompensa por su cabeza. Se afirmaba, basándose, según parece, no en su lectura sino en protestas en el Reino Unido y otros lugares incitadas desde la política (inicialmente azuzadas desde India), que el libro era blasfemo. En Bolton, norte de Inglaterra, se organizó una quema de la obra. En aquel contexto de exaltación, los clérigos consolidaron su poder afanándose en hablar del surgimiento de una nueva comunidad “musulmana” donde antes había inmigrantes, hombres y mujeres, de varios orígenes geográficos que podían ser más o menos musulmanes. Aquellos hechos se podrían considerar el primer paso en dirección a la política identitaria en los países anglosajones y el nacimiento de la ofensa o el insulto sentidos subjetivamente (y no buscados por el emisor) como categoría política.
Muchos veían en Los versos satánicos una sátira del Reino Unido de Thatcher: la penosa vida de los inmigrantes, las miserias de la migración que se pueden transformar para engendrar nuevas combinaciones energéticas. Con el genio descomunal de Rushdie, el libro desnudaba el racismo y celebraba la hibridación, “nuestros yoes mestizos”. No elogiaba la pureza, ni religiosa ni de ningún otro tipo: el episodio de los llamados “versos satánicos” forma parte de una alucinación de uno de los protagonistas.
A los puristas y extremistas religiosos no les gusta la literatura: su repertorio se suele limitar a un solo libro, que se aprenden de memoria. La autoridad y el poder, sin embargo, sí que les interesan. El llamamiento por parte de un estado a asesinar a un escritor ciudadano de otro era un hecho sin precedentes en el mundo moderno. Aunque el Índice de libros prohibidos del catolicismo prohibiese la lectura de Madame Bovary, no se envió nunca ningún sicario a buscar a Flaubert.
Rushdie se vio obligado a esconderse. Se tenía que desplazar constantemente, cambiar de dirección, mantenerse a cubierto, no aparecer nunca en plataformas públicas, donde su ingenio e inteligencia siempre han destacado. Estaba agradecido de disponer de protección policial las 24 horas pero, en la práctica, vivía como un cautivo. Las amenazas eran demasiado reales. La quema de libros, como nos ha enseñado tristemente la historia, puede ser el preludio otros tipos de violencia ejercida para consolidar el poder. Crecieron las protestas y, sí, también los asesinatos, entre ellos el del traductor al japonés de Rushdie, Hitoshi Igarashi, en 1991.
Rushdie siguió apostando por la libertad: a veces aparecía en festivales literarios o se reunía con políticos que podían ayudar a presionar a Irán para rebajar la amenaza. A su vez, con una fortaleza mental extraordinaria, continuaba escribiendo, produciendo ficciones magníficas, entre ellas el libro para su hijo, entonces pequeño, Harún y el Mar de las Historias, una zambullida maravillosa en los relatos y el poder de la palabra. Tuvieron que pasar diez años para que un nuevo gobierno iraní declarara que ya no tenía intención de ejecutar la fatua. No la podían eliminar del corpus legislativo, pero los agentes del gobierno ya no buscarían su ejecución. Rushdie sopesó el peligro de un atacante individual frente al de una acción organizada por un estado y decidió arriesgarse. Apostó por la libertad. Se trasladó del Reino Unido a Estados Unidos. Con la directora francesa Elisa Mantin hicimos una película (Rendez-vous à New York) sobre Rushdie en su nuevo país: su alegría de poder andar por la calle era ostensible.
El periodista italiano Roberto Saviano, objetivo de la camorra por las revelaciones de Gomorra, vive bajo protección policial constante desde 2006. Elogia, admira y, de hecho, envidia a Rushdie por haber apostado por la libertad, cosa que le ha permitido disfrutar briosamente más de veinte años. En este tiempo, ha escrito sin cesar y nos ha obsequiado con una retahíla espléndida de obras de ficción sobre Estados Unidos, además de presidir la asociación American PEN y luchar por los escritores amenazados de todo el mundo. En el Reino Unido, cuando yo presidía el English PEN, nos ayudó con la campaña La libertad de expresión no es ninguna ofensa, que se oponía a la intención del gobierno de penalizar las ofensas religiosas. Conseguimos limitar el alcance de un proyecto de ley que habría convertido en infracción penalmente punible cualquier debate sobre la religión, por no hablar de críticas o sátiras.
A Saviano le quita el sueño que el ataque reciente obligue a Rushdie a ponerse bajo protección policial e ir más alerta. El presidente Biden ha elogiado a Rushdie por su valentía y resistencia y ha destacado la “mirada perspicaz de la humanidad” y su “negativa a ser intimidado y silenciado”.
El mundo anglosajón vive un momento histórico extraño. De alguna manera, la derecha ha hecho suya la defensa de la libertad de expresión –mejor dicho, la ha secuestrado–, como si defenderla equivaliera a defender el derecho a difamar o calumniar, insultar o exaltar, actos que se inscriben en la categoría jurídica de daño. A su vez, otras facciones reclaman una especie de pureza e imparcialidad anodinas que no existen en este mundo, ni en la mente de los lectores.
La libre expresión imaginativa es mucho más amplia que esto. Es lo que han practicado siempre los más grandes escritores, a pesar de que les pudiera costar la vida. Rushdie es uno de ellos. Todos debemos apoyarle para desearle que se mejore y esperar que siga escribiendo su magnífica pluma, y que esta sea más fuerte que cualquier espada o cuchillo.