Cada vez que se promocionaba un nuevo capítulo de Tor, TV3 anunciaba en pantalla: Líderes en crónica negra. No es precisamente un género que sea demasiado meritorio en una televisión pública, pero la nueva serie de Carles Porta ha sabido elevar el true crime que hasta ahora representaba Crímenes. Tor no ha terminado siendo lo que parecía al principio. Nos imaginábamos una investigación sobre un asesinato y, al final, el fallecido parecía la excusa para contar otra historia mucho más sorprendente. La serie se ha convertido en un repertorio de personajes inquietantes y marginales. Tor se ha convertido en una montaña llena de misterios más allá de las disputas entre vecinos por la propiedad del territorio. Y Carles Porta, más que un narrador, ha hecho el papel de un protagonista emblemático, y el resto de los personajes parecían necesitarlo para agrandar su leyenda, como si aquello diera sentido a sus vidas.
La gran decepción (que ya se veía a venir) ha sido que después de la eterna pregunta de quién mató a Sansa nos hemos quedado sin respuesta. Ni siquiera una insinuación. Tampoco un posicionamiento del máximo experto. El crimen ha servido para exponer un catálogo de sospechosos grotesco e inaudito. Nunca habían aparecido tantos personajes marginales en un espacio de TV3, en una especie de festival a medio camino entre el morbo y la comedia. Nos los han presentado a todos progresivamente, en un crescendo rocambolesco. Tor es el nuestro Tiger King de Netflix, una serie que parecía un documental sobre tigres en cautividad y acababa convirtiéndose en un escaparate freak con todos los personajes confrontados.
La escena de la comida en un restaurante con los primeros acusados absueltos, Marli Pinto y Josep Mont, acompañados de unos supuestos primos portugueses, todos borrachos y con un discurso errático, donde el propio Porta admitía haber bebido demasiado, era televisión vérité. Un experimento límite en la tele pública. Había instantes en los que Porta parecía dejar las riendas de la grabación a los personajes para ver dónde lo llevaban. Los hippies de la montaña se han convertido en un tratado sorprendente de supervivencia humana donde el espectador podía comprobar el antes y ahora de cada individuo. Todo lo que tenía de sórdido, lo tenía también de hipnótico y provocador. Pero todo ello habría sido insostenible sin un relato audiovisual más ambicioso para consolidar toda la narración: la ambientación, el montaje musical, la audacia en la edición, el uso de la simbología o el recurso de las maquetas y las miniaturas por potenciar el clima emocional han demostrado una exigencia cinematográfica.
En la magnífica entrevista que le hizo Albert Om a Carles Porta después del último capítulo, sorprendió que el periodista revelara que más de un testigo le había admitido que había matado a Sansa. Incomprensible que estas confesiones no se hayan incluido en la serie con el contexto necesario. Om no le hizo una entrevista para adularle, sino para trasladar aspectos que han generado interrogantes al espectador. Le pidió por la sensación de esta historia interminable, por el hecho de apropiársela en primera persona y por la falta de una resolución criminal. La excusa de Porta de que el público debe hacer de jurado popular es débil: en un juicio hay un acusado y en Tor nos hacen escoger al culpable, debiendo jugar a una especie de Cluedo rural sin solución final.