5.000 años de libros y una sola humanidad

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Gravat alemán del siglo XIX sobre la Biblioteca de Alejandría

El ensayo de Irene Vallejo sobre la invención del libro en el mundo antiguo se ha ganado, de pleno derecho, los favores del público internacional. Se inscribe en la nómina de esos textos en los que, como las obras de Yuval Noah Harari, la erudición histórica va de la mano de una escritura que quiere seducir al lector. Lo hace con un gran relato punteado de curiosidades, descubrimientos, heroísmos e ideas. Y con una visión del mundo que renueva el viejo e inagotable humanismo, es decir, que como hicieron los sabios del Renacimiento primero y los ilustrados después, nos habla del afán del individuo para entender el mundo y entender a los demás, sin esconder el reverso de la moneda: el peligro de extraviarse en el lado oscuro de la propia condición.

Vallejo, formada en Zaragoza y Florencia, ha construido El infinito en un junco (Siruela en castellano y Columna en catalán, en traducción de Núria Parés Sellarès) como un viaje literario a los orígenes de la escritura, desde la Mesopotamia sumeria de hace más de 5.000 años hasta la Roma imperial, saltando de la mesita de barro al rollo de papiro, y del pergamino de piel (inventado en Pérgamo, claro) a las hojas de papel. Con incursiones en el presente y en la literatura de todos los tiempos, es una historia apasionante y bella sobre el surgimiento y consolidación de los libros, con la gran biblioteca de Alejandría ptolemaica como mítico faro. La autora nos dice, en esencia, que los libros, con su capacidad de conservar y expandir el don de la palabra, siempre nos han brindado y nos seguirán brindando la posibilidad de ser más humanos, de ser más libres, de vivir más vidas. Los libros lo contienen todo, lo mejor y lo peor. Solo depende de nosotros qué elegimos.

En plena crisis del libro tal como lo hemos conocido desde la imprenta, la de Vallejo es, a pesar de este presente ambiguo, una reivindicación más optimista que nostálgica. Es un canto esperanzado a la letra manuscrita e impresa, y por extensión también a la digital, la letra de luz. Nos muestra cómo el libro fue un invento tan genial como la rueda o la cuchara, un hallazgo colectivo útil (inicialmente con fines económicos) que no ha parado de adaptarse a la evolución tecnológica y a la sofisticación cultural, dando paso, con la Grecia helenística, a la filosofía y la literatura. Al contrario que Sòcrates, al que le daba miedo que la escritura fuera en detrimento de la lengua oral y de la memoria individual, Vallejo piensa que no nos tienen que asustar los cambios: allí donde haya lenguaje habrá personas con capacidad de pensar y de querer. Y por si acaso, predica con el ejemplo, convirtiendo su obra en un juego de caricias hacia todas las vidas que han creado y salvado historias, teorías, pensamiento y belleza escrita.

A través de fabricantes de papiro, de escribas, libreros, bibliotecarios, coleccionistas, maestros, dramaturgos, pensadores, viajeros, políticos y poetas, las páginas de esta obra son una fabulosa aventura no exenta de destrucción y de censuras, de vanidades y luchas de poder. Es muy poco lo que se ha salvado de los orígenes de los libros. Y, aun así, es un legado fabuloso, un hilo rojo de letras que desde el pasado milenario nos proyecta al futuro. Un tesoro que, como Vallejo se encarga de remarcar, está atravesado por la cura de humildad de saber que formamos parte del infinito humano, una evidencia (nunca lo sabremos todo, nunca sabremos lo suficiente) que solo puede ir de la mano de la tolerancia y de la insaciable sed de conocimiento.

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