El DNI, ese tipo de llave de paso que ya es un trámite vulgar

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Nuestra idemtidad no vale nada.

Hace décadas, el DNI parecía un documento sagrado, que tenías la obligación de enseñar a la policía ya poca gente más. Era percibido como un sistema de identificación oficial, sólo en casos excepcionales y con absoluta discreción. Dar tu número de DNI tenía algo de ritual tenso. Aquel plástico intransferible tenía un valor real y simbólico. Que te pidieran el DNI era sinónimo de estar "fichado", se habían apoderado de una parte de tu ser. El DNI era percibido no sólo como lo que te identificaba como individuo, sino que incluso daba forma a tu existencia y pensamiento. “¿En ti DNI qué pon?” era la pregunta que pretendía acabar con cualquier discusión y divergencia, como si el documento condensara cuerpo y alma de quien había dejado la huella dactilar.

Desde hace unos años, nuestro número de DNI se ha convertido en una especie de llave de paso, un trámite vulgar. Te lo hacen recitar ante desconocidos, te lo piden personas que no sabes quiénes son y lo tecleas en lugares inauditos. Es una cifra que llevamos tatuada en el cerebro y que repetimos unas cuantas veces al día por cualquier gestión intrascendente. El de Amazon te llama a la puerta de casa para dejarte el paquete de un vecino. Una vez que tienes la caja de cartón en las manos te toca cantar tus ocho cifras y la letra, y te conviertes en mediador de una transacción comercial que desconoces. Antes, para comprar la entrada en un cine, ibas hasta la taquilla y sólo tenías que decir el número de sala. Ahora, dejas el DNI bien especificado de tal modo que, a finales de año, las salas de proyección podrían tener la amabilidad de enviarnos la relación de filmes que hemos visto en esos doce meses. En el teatro ocurre lo mismo. Damos el DNI para comprar entradas y abonos. Y lo mismo para la venta anticipada de tickets para museos y recintos turísticos y para realizar una reserva de una mesa de un restaurante online. Te piden el DNI para participar en una carrera popular o para inscribirte en un concurso de paellas o fotografía. Toman nota de tu DNI cuando accedes a un edificio de oficinas, cuando entras en una sede de la administración pública o cuando pides cita para que te atiendan.

Por supuesto, cuando pasas un sábado por la mañana de compras en un centro comercial, cada vez que quieres pagar debes someterte a un proceso de identificación en todo tipo de tiendas franquicia que te quieren tener fichado. Compras unas bragas y un sujetador, y pasas por el trámite de cantar el DNI. Compras un jabón de manos y una crema solar, y debes recitar la hilera de numeritos como un mantra. Compras un cargador de móvil, cuatro paquetes de pilas y un enchufe universal y debes repetir la letanía de los números y la letra. La farsa de la tarjeta cliente es el nuevo chupador de identidades. Cuando llegas a un hotel, el DNI incluso te lo escanean y pasan a ser conocedores del nombre de tu madre y de tu padre. Cuando vas al fisioterapeuta, esteticista o podólogo, toman nota de tu DNI cuando te visitan por primera vez. Los medios de comunicación y las plataformas quieren el DNI de sus usuarios. Para acceder a una red wifi pública debes dejar tu rastro con el DNI. Si en la peluquería quieres disimularte las canas, te pedirán tus numeritos para anotar el código del rubio ceniza o del cobre violín de tu tinte. Pasamos el día identificándonos y repitiendo nuestros números.

Nos podrán argumentar que, pese a esta tendencia, gracias a la ley orgánica de protección de datos todo es exquisitamente confidencial y tratado con rigor. Sin embargo, tienes la sensación de que desde que existe esta ley, hemos pasado de ser ciudadanos a ser clientes y que nuestra identidad no vale nada.

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