La experiencia odiosa que muchos quisiéramos ahorrarnos

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'Cambio de armario'.

Los meteorólogos de la televisión han dado el visto bueno al cambio de armario. Ha llegado el fatídico momento. Una experiencia odiosa que muchos quisiéramos ahorrarnos, soñando con un vestuario del tamaño de una pista de baile donde no sea necesario hacer turnos por temporadas. Basta con ver la cantidad de páginas web en cualquier idioma sobre el cambio de armario para adivinar que es un trauma colectivo. Se ofrecen tutoriales sobre los pasos a seguir para asumir la hazaña. Hablan de trucos para hacer más fácil la operativa. Prometen oportunidades vitales vinculadas a esta operación logística. Hay pretendidas influencers que ven el cambio de armario como un momento de transición que lleva a una transformación de vida, reborn. Hay ejercicios de mindfulness y meditación para asumir la iniciativa con más tranquilidad y criterio, ayudando a visualizar el resultado final de un nuevo armario sin embutimientos de ropa donde no cabe. Los magacines de entretenimiento asesoran a los espectadores en este proceso con expertas que teatralizan el momento de reemplazar la ropa de invierno por la de verano. Hay profesionales del almacenamiento que incluso se ofrecen a venir a casa para guiarte en esta pesada acción. Te enseñan nuevas formas de doblar ropa en un proceso de reeducación inquietante, como si volvieras a las colonias de parvulario. Y después de estrujar una camiseta en catorce partes te demuestran que ahora la puedes guardar en el cajón de las bragas. En las grandes ciudades han aparecido tiendas que venden todo tipo de utensilios y soluciones para facilitar la organización del armario y que, a la larga, sólo contribuyen a comprimir el caos. El éxito internacional de Marie Kondo, la experta japonesa en orden, sólo se explica a partir de la ansiedad que genera la acumulación de ropa.

Si en torno al cambio de armario hay todo este universo que mezcla el marketing y la psicología, que se aprovecha de nuestras fragilidades cotidianas, es obvio que el proceso esconde algo más allá de redistribuir la ropa.

El cambio de armario implica a menudo una revisión general que supone enfrentarte a tus yos del pasado. Es asumir gastos económicos inútiles y fallidos. Es recordar el precio de vestidos de boda de parejas que ya están divorciadas. Trajes pasados ​​de moda que sólo usaste cuatro horas y que ya no te pondrás nunca más. Es intentar comprender los errores de criterio y recordar arrebatos de compra compulsiva, confiando en que aquella blusa sexy te ayudara a superar un mal momento. Es asumir los cambios del cuerpo, las nuevas tallas de ropa. Es despedirte de vaqueros que yo no te puedes abrochar sabiendo que volver a embutirte dentro ya es una utopía. Es tener delante de ti un montón de pantalones que en algún momento parecieron una buena idea. Es mirar a los ojos del pequeño Diógenes que casi todos llevamos dentro y decirle con amor que se vaya para que lo odies. Es comprobar que tu armario, por grande que te pareciera algún día, ya no es capaz de tragar las inseguridades, las equivocaciones, las aspiraciones y las frustraciones. Es decir bastante a la previsora ​​filosofía del “por si acaso”: “por si acaso pinto la casa”, “por si acaso me invitan a esquiar después de treinta años sin ver la nieve”, “por si ayudo a hacer una mudanza”, “por si aprendo a jugar a tenis”. Es rebajar el estatus de las camisetas preferidas en la categoría de andar por casa. Es aceptar que usted no puede atribuir la categoría de pijama a todas las camisetas que no te pondrás para salir a la calle.

El peor momento del cambio de armario llega cuando lo tienes todo fuera: lo que te quedas, lo que pones en cajas, lo que das y lo que llevas en el contenedor de segunda mano. No hay punto de regreso y la habitación está como si hubieran pasado ladrones. Es como ir al psicólogo, donde toca removerte por dentro, poner boca abajo el alma, para poder volver a lo cotidiano serena y ordenada.

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