Qué Francia para qué Europa

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Marine Le Pen, líder de Reagrupament Nacional.

Hemos pasado de la Europa de la esperanza a la del miedo. Ya hace décadas que se incuba el huevo de la serpiente. Ha ido creciendo la distancia entre las élites mainstream, parapetadas en el poder de París, Berlín o Bruselas, gestoras de discursos ideológicos que no bajan a la arena, y una ciudadanía cada vez más acorralada en un día a día precario. Como un viento, la extrema derecha está pasando por delante de socialistas, liberales y conservadores con una retórica simplista: explota sin reparos la angustia económica e identitaria de amplias capas de la población atribuyendo todos los males a una inmigración musulmana reducida al peligro yihadista y ultraconservador, ciertamente real pero no extrapolable a un todo homogéneo. Una extrema derecha que olvida el problema humanitario detrás de la realidad de las migraciones y que obvia, al mismo tiempo, dar respuestas políticas plausibles a los problemas concretos de la gente: vivienda, salarios, apoyo a la lengua, mejora de la educación, etc.

Los resultados electorales de las elecciones europeas han reflejado este doble decalaje: la distancia entre las viejas ideologías gobernantes y la calle, y la distancia entre las promesas simplificadoras de la extrema derecha y la realidad compleja. Francia y Europa, por tanto, afrontan un doble peligro. Por un lado, el peligro de la deslegitimación de las instituciones democráticas, tanto estatales como europeas, desde el momento en que son percibidas cada vez por más personas como organismos alejados e ineficaces (esto sobre todo es muy acusado en el caso de la UE) . Por otro lado, el peligro de que la extrema derecha acceda a los gobiernos y genere nuevas frustraciones una vez se vea que tras la retórica del odio al inmigrante existe un gran vacío de impotencia y, sobre todo, una nulo capacidad tanto de transformación como de generación de consensos.

Personalidades políticas como Pasqual Maragall y Jordi Pujol, desde el catalanismo cívico de izquierdas o identitario de derechas, defendieron una Europa más cercana a las personas, de sus necesidades concretas y de su diversidad cultural. Sus discursos no cuajaron. De crisis en crisis, la cesión de soberanía de los estados a una UE de gobernanza opaca en efecto se ha ido produciendo, pero no ha sido ni explicada ni suficiente. Y ahora no sólo existe riesgo de involución a remolque de los nacionalismos estatistas, sino también de debilitamiento democrático. Los valores republicanos e ilustrados encarnados en el lema revolucionario francés –libertad, igualdad, fraternidad– están cada vez más amenazados. La batalla cultural de la extrema derecha pone en riesgo derechos y libertades conquistados con esfuerzo (por ejemplo el aborto, como se ha visto con Meloni en el G-7) y ridiculiza la fraternidad y la igualdad como buenismos, exacerbando las diferencias y buscando culpables en los más débiles. Vía redes sociales, sin filtros, con impunidad por tergiversar, Le Pen y compañía están minando desde dentro la democracia a Francia y al conjunto de una Europa que, además, no hay que olvidarlo, está en guerra con el autoritarismo imperial de la Rusia de Putin.

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