Los platos rotos de una crisis siempre los tiene que pagar alguien. La crisis global del sistema financiero de 2008, que arrasó durante casi una década todo el planeta, tuvo un efecto directo sobre la política, que en buena parte de Europa tomó cuerpo a través de la figura de los indignados, un concepto forjado a partir del libro ¡Indignaos!, publicado en 2010 por el diplomático francés Stéphane Hessel, en el que animaba a los jóvenes a rebelarse contra un mundo que no va bien, gobernado por los poderes financieros.
Aquella crisis generó diferencias económicas y sociales profundas, muchas de las cuales todavía se arrastran. Llevó a la ruina a millones de familias, que perdieron el trabajo, la casa y los ahorros. Las ejecuciones hipotecarias y los productos financieros como las preferentes, propios de una estafa piramidal, llevaron a mucha gente al umbral de la pobreza e hicieron endeudar a los gobiernos hasta límites nunca vistos para intentar mantener un estado del bienestar cada vez más anémico .
En Catalunya y en España, este malestar social tuvo su máxima expresión icónica en el denominado 15-M, fruto de las concentraciones en las calles que se sucedieron durante mayo de 2011 y los meses sucesivos. Aquella protesta quería ser una enmienda a la totalidad del régimen bipartidista que se alternaba en España desde el final del franquismo, que se demostraba incapaz de encontrar soluciones. En el terreno político, quien mejor capitalizó esta indignación fueron el Podemos de Pablo Iglesias y los comuns de Ada Colau, que se valieron de su trayectoria de activistas sociales para asumir unos liderazgos de partido e institucionales. Alrededor de los vestigios del espacio político comunista construyeron un discurso en el que se prometía hacer frente al establishment para acabar con las desigualdades. Eran los tiempos de la llamada nueva política, de la que ya nadie habla.
Una década después, el partido de Pablo Iglesias forma parte del gobierno del PSOE, y demuestra una escasa capacidad de incidir en las grandes decisiones –la última, el impresentable cambio de posición sobre la ocupación de Marruecos en el Sáhara Occidental–, y Ada Colau, que en las últimas elecciones retuvo la alcaldía de Barcelona gracias a los votos de Manuel Valls, también gobierna la ciudad con el partido socialista. En solo una década, los que fueron el principal altavoz de los indignados han pasado a ser hoy los que, desde las instituciones, tienen que dar respuesta a la nueva crisis que vivimos después de dos años de pandemia y de los efectos que está provocando la guerra iniciada por Rusia con la invasión de Ucrania.
Nuestra sociedad ha estado demostrando una capacidad de resistencia de proporciones cósmicas con la pandemia. De manera paciente hemos vivido confinamientos y restricciones de todo tipo porque, en general, se ha entendido que esta era la estrategia más adecuada para poder contener los efectos del virus sobre la salud de las personas. Pero emocionalmente, y económicamente, hemos pagado un precio altísimo. Y cuando parecía que veíamos la luz al final del túnel, la guerra de Putin ha encendido todas las luces de alarma y ha desencadenado una alza de precios de la energía, que repercute de forma directa e inmediata en la competitividad de la industria, y provoca un descalabro en el abastecimiento de determinadas materias primas, como el cereal o el aceite de girasol, que son fundamentales para los consumidores y para la ganadería.
En cuestión de semanas han crecido las huelgas de transportistas y las paradas de la flota pesquera, y ha habido manifestaciones masivas de agricultores y ganaderos. Y el conjunto de la ciudadanía asiste, atónita, a una alza desbocada de los precios de la luz, del gas y de la gasolina, que en pocos meses casi se ha doblado. Pero, hasta hoy, no hemos visto ninguna respuesta del estado español ni de la Unión Europea para contener una situación insostenible.
Ante las bruscas subidas del precio de la energía y de los combustibles, las economías europeas parecen un coche desenfrenado, que desliza pendiente abajo sin conductor, y esto genera, por encima de todo, una sensación de miedo a la ciudadanía ante un futuro incierto. Y, a diferencia de lo que pasó hace diez años, cuando la izquierda fue capaz de canalizar el malestar de los indignados, ahora los nuevos indignados no reconocen en aquella nueva política ninguna capacidad para poder evitar los abusos del sistema. Hoy, quien parece estar en mejores condiciones para recoger las esperanzas de los nuevos indignados es la extrema derecha, con Vox al frente, que en la crisis de la energía apaga el fuego con gasolina, con la esperanza de convertir todo el malestar social en un torpedo contra un gobierno español paralizado. Y ya se sabe que cuando la extrema derecha es fuerte no nos jugamos solo la suerte de la economía sino que también nos jugamos los derechos sociales y políticos. ¡Al tanto!