Las bodas de los poderes político y judicial

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Cuando los jueces son jueces y no políticos

1. Desjudicialización. En política, los objetivos cambian en función de cómo evolucionan las relaciones de fuerzas. Hace cinco años las movilizaciones eran contra la judicialización del Procés. Fracasado el intento, la evaluación de las relaciones de fuerzas lleva ahora a hacer de la desjudicialización uno de los objetivos estratégicos del momento. Y tiene que ser una apuesta prioritaria de la mesa de negociación, de la cual Junts ya se ha descolgado conforme a la lógica estratégica del enreda que te enreda (aunque de momento parece que no hace mucho más que debilitarlos), que es la suya.

¿Qué significa desjudicialización? Sencillamente, devolver la cuestión catalana al terreno del que no tenía que haber salido: la política. Los indultos fueron una señal, un tímido pero útil primer paso, que apuntaba al reconocimiento político del independentismo. Ahora se trataría de encontrar la manera de completar la exoneración judicial de los afectados, como vía para recuperar la dimensión básica de la política democrática: el reconocimiento y respeto del otro. Todo el mundo sabe que no es fácil porque, en cuanto los problemas entran en los juzgados, no es sencillo que salgan de ellos. Y porque, a pesar de algunos signos que vienen de la mayoría que gobierna España, en el espectro político español predomina la negación de la palabra de los que ponen en entredicho las mitologías patrióticas. Aun así, si la izquierda quiere realmente emprender un diálogo con Catalunya, compartir el objetivo de la desjudicialización sería un mínimo para la construcción de la confianza.

2. Autoritarismo. La confusión entre poder político y poder judicial es creciente en las antiguas democracias liberales. Cada vez son más los políticos que claudican transfiriendo su impotencia a la capacidad de intimidar del poder judicial, es decir, destruyendo la separación de poderes que es la base de cualquier democracia. El ejemplo canónico –pero no el único– es Estados Unidos, donde el presidente Trump cambió la mayoría del Tribunal Supremo, que se ha convertido en punta de lanza de la destrucción del sistema de libertades americano, liderando la restricción de derechos individuales de la cual el expresidente hacía bandera, y construyendo así una frontera que divide profundamente el país.

Cuando a principios de la década anterior el 15-M y el independentismo casi por sorpresa pusieron en evidencia la crisis del modelo bipartidista y resucitaron la complejidad de España, la derecha hizo exhibición de su idea de la política: donde no llegamos nosotros, llegará la justicia. Evidentemente, el desafío a la patria –con esto todos los nacionalismos son iguales– es más grave que cualquier otro. Y mientras la marginación de la nueva izquierda se buscó –con poco éxito– por la vía del fantasma del populismo, la neutralización del independentismo se trasladó a la justicia, con una demostración de impotencia política (Mariano Rajoy tuvo cinco años –desde el 2012 hasta el 2017– para afrontar el problema políticamente y fue incapaz) que demuestra la escasa motivación de la derecha y de una buena parte de la izquierda –Pedro Sánchez incluido– para dar la batalla democrática cuando alguien toca las esencias patrias. Ante lo que es fundamental decae el diálogo racional.

Ahora, cuando empieza a haber las condiciones para construir un mínimo espacio compartido, se hace patente el disparate de la judicialización, que favorece a los más intransigentes de cada casa, y, al intentar desmontarla, deja en evidencia lo que tiene de retórico el discurso de los que se proclaman defensores de la democracia contra sus enemigos. Hay una idea autoritaria de la política (que busca siempre la legitimación de las traslaciones de lo teológico a la política: las naciones como verdad absoluta) que no entiende de diálogo y de transacción y que no repara a la hora de buscar instrumentos para imponer sus objetivos. Y la justicia, conservadora y corporativista por tradición, les es muy útil para hacer el trabajo sucio, aunque sea el costoso precio de contaminarlos y de quedar poseídos por ella. El fin de la división de poderes solo augura confrontación y frustración. Y desprestigio de la política. Por eso, desjudicializar el conflicto catalán es un noble objetivo: sería una modesta aportación a la regeneración democrática. La dificultad es que en la política tiene más enemigos que cómplices.

Josep Ramoneda es filósofo
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