

Se termina el corte de lomo y se seca los labios. Su madre, dispuesta, le retira el plato y pregunta: "¿Quieres postre?" Él está mirando el móvil y no lo ha oído. "¡Que si quieres postre!", repite. "Ah... ¿Qué hay?" La mujer le pone la frutera sobre la mesita de la cocina. "De todo... Plátano, manzana, pera..." Él resopla. "Me da pereza pelar. Nada". Mamá mueve la cabeza. "Ya te lo pelo yo; come fruta, que tienes que trabajar. ¿Pera?" Él hace que sí con la cabeza, sin dejar de mirar el vídeo que le han enviado, y se ríe solo. "Mira qué dicen en la tele. Ha ocurrido en Alemania. Los jóvenes votan a la extrema derecha y las chicas, no", hace la madre. Él levanta los ojos, un momento, de la pantalla. "Porque sabemos muy bien lo que ocurre a diferencia de las tías". La madre, por un momento, cambia la expresión apacible. "Ah, sí? ¿Y qué pasa?" Y él, su hijo, ese chico que en primaria decía que querría ser arqueólogo, toca el asno y le suelta: "Los inmigrantes nos lo están tomando todo. ¡Por eso votamos a los que nos ayuden! ¡Aquí no cabemos!"
Se le mira. Dejó el bachillerato y tampoco quiso hacer un grado. Ahora tiene un contrato de prueba en un matadero. De todos los niños que empezaron, juntos, en primaria, la mayoría de las niñas estudian. El Mar, estética; Mariana, el social, para hacer criminología; Paula, el artístico, que quiere ser dibujante de manga; Sole, el científico (siempre ha sido uncoco), y Manahil, que ya se le veía, el humanístico (quiere ser periodista). Los niños, en cambio, en mayor proporción, han dejado sus estudios. Está Marc, que hará clásicas, y Pablo, que hará empresariales, pero muchos de los demás ya trabajan en trabajos que no les gustan. Como el suyo. Cuando en televisión dicen que los inmigrantes están aquí para realizar los trabajos "que nosotros no queremos hacer" piensa que su hijo los está haciendo, también. Y de ahí, piensa la mujer, le viene la rabia. Su hijo no acepta compartir escalón con los de debajo de todo.