Derechos histéricos

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Carles Puigdemont en su intervención en el Parlamento Europeo, con Pedro Sánchez de fondo.

Al parecer, no ha gustado nada en determinados ámbitos políticos, pero también historiográficos, que haya habido quien se retrotrajera a 1714 para hablar de los enfrentamientos seculares mal resueltos entre Catalunya y España como fundamento de un acuerdo político para la investidura de Pedro Sánchez. Ya se sabe que lo que para unos no deja de ser un ejercicio nostálgico y preliberal, que no cabe en la Constitución, alfa y omega de nuestras vidas, para otros constituye el fundamento de un pluralismo de raíz historicista y de la persistencia de un conflicto político entre Catalunya y España. Lo que para unos es poco más que un mito forjado en una derrota acaecida en medio de un pleito dinástico en clave europea de prinicipios del siglo XVIII, para otros es un relato que sitúa el origen del contencioso en una guerra provocada por la defensa de las constituciones de Catalunya y contra el despotismo monárquico. Por ahí no avanzaremos.

Ciertamente, hay que reconocer que la construcción del Estado moderno desde el siglo XVIII no puede entenderse como un proceso interrumpido. Además, la evolución del catalanismo –si puede llamarse así– durante la etapa borbónica y el liberalismo del XIX denotan, hasta la emergencia primero del regionalismo y después del nacionalismo, a finales del dieciocho, cierta acomodación política y económica de las clases dirigentes, incluso pagando un alto precio por la lengua y la cultura propias. Pero esto es tan verdad como que nadie considera que sea un anacronismo insufrible que los vascos invocaran su 1714 (el 1839 de la Primera Guerra Carlista) para reivindicar el restablecimiento de sus fueros durante el debate constituyente de 1978. O quizás es que los vascos fueron más listos y los catalanes descuidaron esa misma posibilidad, con las consecuencias que esto ha supuesto, por ejemplo, en materia de financiación.

Sea como sea, la poderosa y alargada sombra del Convenio de Bergara entre liberales y carlistas (el abrazo entre Maroto y Espartero que nos enseñaron en la escuela en tiempo preinforme PISA) aparece en la Constitución en forma de derechos forales, y los derechos históricos de Catalunya y la Corona de Aragón, no. Y la posibilidad de anexión entre los territorios del País Vasco y Navarra también aparece, mientras que la única vez que sale la palabra federación en la carta magna es para prohibirla, en un precepto pensado para impedir precisamente la revertebración de los Països Catalans. En suma, ahora sí podemos decir que, salvo contadas excepciones, los constituyentes catalanes quizás estuvieron más preocupados de garantizar la democracia y de liderar al piloto de la generalización autonómica antes que de buscar singularidades con origen en algo tan retrógrado como el Antiguo Régimen.

Quienes vivimos intensamente el intento de introducir en el Estatut del 2006 la referencia a los derechos históricos, el recuerdo de las instituciones seculares de Catalunya y la tradición jurídica catalana como fundamento del autogobierno y de la consecución de lo que llamamos una “posición singular” de la Generalitat en cuestiones como la lengua, la cultura, el derecho civil o el sistema institucional, recordamos muy bien la oposición política que aquello provocó. Incluso la hilaridad (alguien los calificó de “derechos histéricos”, debido a la insistencia de sus promotores). Y eso que ese mismo concepto aparece en la Constitución en referencia a los derechos humanos o para justificar algo tan moderno como la restauración monárquica, de acuerdo con una determinada legitimidad histórica. Dicho con otras palabras, ya en el Parlamento se produjo un alineamiento entre los partidarios de un orden constitucional normativo, para los que la única fuente de legitimidad era la Constitución de 1978, y los partidarios de la existencia de unos derechos y unas instituciones propias y preexistentes en la Constitución de 1978, algo tan evidente que incluso la propia Constitución reconoció al dar una vía privilegiada para acceder a la autonomía a los territorios que habían plebiscitado estatutos de autonomía en el pasado, en clara al alusión al período republicano, además de disfrutar de un régimen preautonómico tras la muerte de Franco. Y recordemos la respuesta del Tribunal Constitucional, que dijo que esto solo estaba permitido a vascos y navarros, negando cualquier posibilidad de amparar un tratamiento mínimamente diferencial o asimétrico del autogobierno de Catalunya. A partir de un positivismo exacerbado, el TC no tuvo reparo en afirmar que los derechos históricos de Catalunya ya se habían ejercido (y agotado) al acceder a la autonomía, negando una continuidad histórica solo truncada por imposiciones autoritarias. Por si acaso. Y es que no se trata de una apología histórica, sino de una cuestión política. El debate de estos días nos ha vuelto a recordarlo.

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