Esperando un pedazo de civilización

Estado en el que se encontraba el pueblo de Ouercane, en Marruecos, el 12 de septiembre, tras el terremoto.
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Poco antes de trasladarnos a Vic, en mi pueblo de nacimiento decían que pronto llegaría la luz. Se acabaría el ritual de encender cada noche la mecha titubeante de las lámparas de aceite, de cenar en silencio y penumbra, de llevar velas encendidas de aquí para allá. Llegaría por fin la civilización que habíamos visto en casa de algunos familiares en Nador, y con solo apretar un interruptor todo quedaría inundado por la claridad artificial. Nos fuimos y la electricidad seguía siendo una vaga esperanza. No nos acabábamos de creer del todo que en Beni Sidel pudiéramos salir de la oscuridad. Tantas décadas de abandono deliberado nos habían hecho escépticos (Hassan II dijo de los rifeños que éramos unos insectos). Cuando volvimos de vacaciones por primera vez, todavía no había luz. Yo ya era adolescente cuando mi abuelo me señaló, lejos, los postes que ya habían sido colocados. Faltaban varios hasta casa. ¡Paciencia! Un verano mi padre se llevó de aquí un generador eléctrico que por las noches hacía un ruido espantoso, pero teníamos luz, un televisor y un reproductor de VHS. Mi abuela vio una biografía de Jesús doblada a un amazic extraño. Sollozaba sin consuelo cuando lo crucificaron. No me atreví a decirle que aquella versión de lo que para nosotros no era más que un profeta era muy poco ortodoxa desde el punto de vista islámico. Le bastaba con el disgusto de ver el sufrimiento de aquel hombre que le resultaba tan cercano porque hablaba en su lengua.

Para abrir un grifo y que saliese agua mis abuelos tuvieron que esperar varios años más. Los que tardó mi padre en terminar la casa nueva (¡la casa!, el templo del inmigrante, que decía: lo he conseguido, he triunfado y todo ha merecido la pena) y en construir un depósito que un camión venía a llenar de vez en cuando. Dos depósitos, de hecho, porque había dos aguas: la de beber y la de trabajar, una dulce y la otra salada que lo corroía todo y estropeó la lavadora destartalada que también bajamos hacia el pueblo (esto es lo que llevábamos en aquellos coches tan cargados: un pedazo de civilización y comodidades de Europa que queríamos compartir con la familia). El agua de los camiones tenía sus inconvenientes pero al menos se habían terminado los viajes en burro con las alforjas llenas de garrafas de aceite reutilizadas (con un pavo real dibujado) o los enormes botijos que mi abuela cargaba en la espalda como había cargado a los diez hijos que había tenido. Aunque separarnos de ellos y tener que seguir creciendo viéndolos una vez cada dos o tres años fue muy doloroso, al menos tanto ella como mi abuelo pudieron vivir sus últimos años con cierto confort material.

La última vez que volví a Beni Sidel (furtivamente, porque ya había sido expulsada de la familia por la autoridad pertinente) me sorprendió descubrir que no estábamos tan lejos de todo como pensaba. El régimen había decidido invertir en carreteras en la zona (quizá por las jugosas remesas de los inmigrantes que seguían con un pie allí) y el trayecto desde Nador parecía mucho más corto. Cuando nacimos mi hermano y yo ir al hospital era una auténtica quimera en un sitio sin transporte público y con el burro como medio de desplazamiento más rápido. Embarazada de gemelos y con lo que ya se veía que sería un parto con complicaciones, suerte tuvo, mi madre (y nosotros, claro), de que un vecino tuviera coche y estuviera en casa en ese momento. Si hubiéramos nacido en casa, como dos de mis hermanos, quizás ahora no podría explicarlo.

Todo esto me ha venido a la cabeza no por un ataque de nostalgia sino porque en la televisión salen imágenes de personas que viven exactamente como vivíamos nosotros, siempre expuestos a las inclemencias del tiempo, siempre colgando de un hilo y rezando para que en el libro de su destino no haya escrito ningún terremoto.

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