Quiosco en el Paseo de San Juan
12/10/2024
3 min

Prefiero hablar de pensamiento riguroso que de pensamiento crítico. Soy muy consciente de que todo el mundo se siente capaz de criticar lo que no le gusta, pero pensar con rigor es empinado ya menudo frustrante.

La primera característica del pensamiento riguroso debería ser la preocupación por estar bien informado. Y ahí radica una extraña paradoja. Tenemos al alcance un montón de medios de comunicación, pero el ciudadano tiende a seguir aquél que confirma sus prejuicios. No le interesa una idea bien sustentada de la realidad, sino una idea que refuerce su visión del mundo. Éste es, en mi humilde opinión, el terreno –humanísimo– en el que crecen tanto las noticias sesgadas como las decididamente falsas. La posverdad siempre ha dispuesto de ciudadanos crédulos.

Si el ciudadano medio estuviera verdaderamente interesado en proporcionarse noticias rigurosas, los medios serios no necesitarían publicidad para sobrevivir. Pero la dependencia de la publicidad fuerza a la prensa a ver una noticia como un cebo que pone al lector para que pique (la prensa parece muy a menudo tener suficiente con un like a sus titulares). Neil Postman sostenía una tesis aún más decepcionante en How to Watch The TV News: “Una noticia sólo es un producto que se utiliza para congregar a la audiencia que será vendida a los anunciantes”. Pero si se trata de congregar, la emoción siempre resulta más atractiva que la descripción fría de un evento (para las emociones todo el mundo vale). No es de extrañar que los medios parezcan más predispuestos a poner de manifiesto su alta moralidad que la estricta ya menudo baja realidad e, imitando a Almodóvar, caigan en la inmoralidad de pedirle a la política más de lo que ésta puede dar de sí .

Lippman tenía razón cuando comparaba al ciudadano medio con el espectador apasionado de un partido de fútbol. El hooligan está siempre mucho más interesado en el triunfo de sus colores que en contemplar con una objetiva neutralidad lo que ocurre en el campo. Difícilmente encontraremos uno que disfrute desapasionadamente del buen juego del equipo contrario. Por esta razón los medios ofrecen sus contenidos al ciudadano en un lenguaje llano, que el ciudadano medio pueda digerir en breve.

Si las fake news circulan con tanta libertad por las redes sociales es porque antes de que apareciera internet, la noticia, la novedad y la verdad ya eran, si no siempre distintas, sí habitualmente disímiles. Todos los días llega con un número muy variable de novedad noticiable y un número fijo de páginas.

Lippmann, preocupado por esta situación, propuso la creación de un grupo de expertos honrados, preocupados únicamente por la verdad, que se ocupara de hacer digerible la realidad a la ciudadanía. Obviamente, estos expertos deberían ser perfectamente capaces de representarse la realidad tal y como es, en toda su complejidad, libre de estereotipos y sesgos. Como sabe cualquier seguidor de los debates políticos en los medios, no hay tertuliano que no se considere a sí mismo candidato a formar parte de ese grupo. La realidad de lo político es polémica en su esencia.

John Dewey aceptó que no debe tenerse una fe ciega en la infalibilidad de la opinión pública. La democracia no ofrece, en su defensa de la libertad de palabra, garantías de protección contra el abuso de esa libertad. Pero en vez de confiar en un grupo de expertos, depositó su fe en la mejora ética de los medios de comunicación y en una escuela que enseñara a ser demócrata. Estaba convencido de que no habría límite para el crecimiento de la inteligencia social si el conocimiento circulara de boca a oreja. Pero por conocimiento entendía específicamente lo proporcionado por las ciencias sociales. Llegó a decir que la divulgación de los resultados de la investigación social es lo mismo que la formación de la opinión pública. La escuela sería el sitio que permitiría a las nuevas generaciones el descubrimiento de las virtudes del método científico tanto en las ciencias naturales como en las sociales.

Por eso observó con horror que el pueblo que más había desarrollado las ciencias sociales, el alemán, se entregó al nacionalsocialismo. En sus últimos años modificó su pensamiento. Ahora parecía convencido de que si Estados Unidos había resistido los cantos de sirena tanto del fascismo como del comunismo, no había sido gracias al desarrollo de su ciencia social, sino a sus valores populares, muy anteriores a las ciencias sociales, y empezó a pensar en la superioridad del arte sobre la ciencia como tecnología de la persuasión política. Si alguien dominara las canciones de un pueblo probablemente ese pueblo no necesitaría leyes. Pero, ¿en una democracia, esto es posible y deseable?

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