Hoy hablamos de
La escritora accidental

Mientras escribo esto espero la muerte inminente de mi madre

Gaviotas sobrevolando el cementerio de Montjuïc.
12/04/2025
3 min
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BarcelonaMientras escribo esto espero la muerte inminente de mi madre y acabo de volver de un funeral. Quería escribir sobre otro tema, pero lo cierto es que ahora mismo no me veo capaz. Y como nada se detiene ante la muerte, como tendré que seguir pagando el súper y el alquiler y las extraescolares y la regularización de las cuotas de la Seguridad Social del 2023, pues también es necesario que siga produciendo, cobrando, facturando. Y haciendo artículos.

En estas circunstancias, me es inevitable pensar en la forma en que pensamos y recordamos a los muertos. Hay un montón de literatura que nace a raíz de una muerte cercana, ya sea la de un hijo, la del padre o la madre, la de la pareja, la de un amigo íntimo. Si nos pusiéramos a hacer una lista, nunca terminaríamos. Pensaba citar a alguno, pero se me hace difícil elegir: ¿qué poner y qué dejar fuera? Leer sobre la muerte, al igual que leer sobre el amor, las desilusiones o la rabia, nos ayuda a encontrar compañía y consuelo, a sentirnos más humanos y menos solos —allí fuera hay una persona desconocida que se ha oído como nosotros y ha puesto palabras a lo que no sabemos cómo llamar—, aunque no deja de ser una variante del conocido mal de muchos, cono.

Leer para entenderte y para digerir la realidad

Hay quien reivindica la utilidad del leer y hay quien, empujado por un antiutilitarismo furibundo, hace todo lo contrario: afirmar que leer no sirve para nada, y encontrar precisamente en esto el gran valor de la literatura. Yo soy de los primeros: para algunas personas, leer nos es útil no sólo para entender la realidad, que significa entenderte a uno mismo ya los demás, sino también para digerirla, algo que no siempre es fácil. Si tenemos en cuenta que el principio de la homeopatía es que lo que causa una enfermedad también puede curarla, podríamos llegar a pensar que la literatura es un remedio homeopático. Pienso en cuándo me divorcié y devoré con un entusiasmo fanático ficciones sobre el divorcio (Geir Gulliksen y Rachel Cusk, entre otros). A veces lo necesario para curarse de algo es hartarse. O inmunizarse: quizá leer es una vacuna.

Sin embargo, que tenga una utilidad —o mejor dicho, un montón de utilidades según la persona, el libro y el momento— no es el motivo que nos empuja a leer. La utilidad es un extra. Lo que quiero decir es que no debemos leer para que sea útil sino porque nos gusta. Hay muchísimas cosas utilísimas que sin embargo no hacemos porque no nos gusta hacerlas: yo, por ejemplo, soy incapaz de hacer ejercicio físico, por mucho que entiendo y conozco la utilidad que tendría para mi bienestar. Y no tengo necesidad de convencer a nadie de que es inútil. Sería absurdo. Así que no comprendo esa actitud, a veces incluso beligerante, de negarle la utilidad a la literatura: como si la utilidad fuera algo sucio, corrupto o blasmable. Como si algo que fuera útil ya no pudiera ser bueno.

Pensaba, pues, en la utilidad de la literatura y en la muerte. Si leer sobre la muerte nos ayuda (al menos a algunos), escribir sobre la muerte también, porque te permite procesar todos los pensamientos contradictorios: al fin y al cabo, la muerte sigue siendo algo difícil de comprender. A mí la muerte de las personas que conozco me deja aturdida, como si mi cerebro no fuera capaz de integrar la idea de la desaparición física total. La muerte es inverosímil.

Esperando, pues, el aturdimiento que me provocará la muerte de mi madre, intento prepararme. ¿Quisiera decir algo en el funeral? En caso de que sí, ¿qué? ¿Cómo compendiar toda la confusión y la tristeza en un texto de cinco minutos que debería leer a trompicones, interrumpiéndome con los llantos y los mocos, un texto que será por definición insuficiente? ¿Cómo decir algo que no suene a algo ya oído miles de veces sobre el olvido, el recuerdo, la pérdida, la pena, la sensación de irrealidad? Todo lo que puede decirse sobre la muerte es banal, poco original, porque la muerte es la banalidad en mayúsculas: iremos a parar todos sin excepción, por más originales que seamos.

Me doy cuenta de que, si tengo que hablar el día del funeral, convendría que lo pensara ahora que ya veo el ariete que me tumba, pero que todavía no me ha tumbado. Luego creo que no podré decir nada. ¿Sería mejor callar ese día? Quizás ante la muerte, sólo se puede responder con silencio. Temo que si me pongo a escribir un discurso funerario sobre mi madre me salga un libro de 400 páginas: sería esa la única forma de decir todo lo que hay que decir.

Puede que la agonía se alargue o quizás ella reavivará inesperadamente. O quizás cuando este texto salga publicado, ya seré irreversiblemente huérfana. Mientras, quizá lea algunos discursos funerarios célebres para sentirme más acompañada.

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